ARTÍCULOS
Ciro René Lafón y su Pequeña Historia del Museo Etnográfico y la antropología de Buenos Aires
Rosana Guber*
Resumen: El registro que aquí se presenta corresponde a la historia inédita del doctor en antropología, arqueólogo y profesor de arqueología de la Licenciatura de Ciencias Antropológicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires entre 1950 y 1974, Ciro René Lafón, sobre su paso por el Museo Etnográfico de Buenos Aires y su desempeño docente. En ésta que él llama “Pequeña Historia”, Lafón narra su experiencia y los esfuerzos de la comunidad académica de entonces hacia la profesionalización de la disciplina. Presenta así las gestiones, los logros, y también los obstáculos internos y externos. Y lo hace desde una perspectiva que torna único a este testimonio: su continuidad a través de épocas signadas por la ruptura, la intervención y la polarización política.
Palabras clave: Historia de la antropología; Argentina; Museo Etnográfico; Arqueología porteña; Ciro René Lafón
Ciro René Lafón and his Little History Rosana Guber* of the Ethnographic Museum and the Anthropology of Buenos Aires
Abstract: Here I present an unpublished document where Ciro René Lafón, a doctor in Anthropology, archaeologist and professor of Archaeology of the Bachelor (licenciatura) of Anthropology at the School of Philosophy and Letters of the University of Buenos Aires between 1950 and 1974, tells about his passage through the Ethnographic Museum of Buenos Aires as a student, a teacher and a researcher. In this so-called “Little History”, Lafón refers to his own experience and the efforts faced by the academic community towards the professionalization of the anthropological discipline. He thus refers to the faculty success facing internal and external obstacles. In so doing his testimony adopts a unique perspective: his continuity throughout eras marked by ruptures, interventions and political polarization.
Keywords: History of anthropology; Argentina; Museo Etnográfico/ Ethnographic Museum of Buenos Aires; Porteño/ Buenos Aires Archaeology; Ciro René Lafón
Una tarde soleada del 9 de setiembre de 2003 me fui a la casa ubicada en Peña 884 (y Palacios) en Banfield,
partido Lomas de Zamora, en el Gran Buenos Aires. Allí vivía hacía décadas Ciro René Lafón, un profesor
de arqueología a quien no había conocido porque cuando ingresé a la carrera de Ciencias Antropológicas en
1975, él ya estaba fuera de la Universidad de Buenos Aires (UBA), donde se había formado en los ‘40, y había
trabajado, enseñado e investigado desde 1947.
El motivo de mi visita era conocer la época previa a
la constitución de la Licenciatura en Ciencias Antropológicas
de 1958. Estaba tratando de reconstruir el clima
en que Lafón, Horacio Difrieri, Elena Chiozza, Roberto
Fraboschi, Zunilda Van Domselaar y mi maestra María
Esther Alvarez de Hermitte, entre otros, se habían acercado
a la antropología mientras cursaban las asignaturas
antropológicas y geográficas del Profesorado de Historia
de la UBA en el Museo Etnográfico (Guber 2006).
Conversamos durante unas tres horas y cuando estaba
por irme me entregó un manojo de hojas mecanografiadas
a espacio y medio (un auténtico “original”), y
un diskette con el mismo contenido. La versión impresa
tenía, además, una hoja manuscrita en doble faz y tinta
azul que no estaba digitalizada. Lafón me dijo que éste
era su testimonio y que esperaba que se publicara algún
día. Creo que él sabía que esto podría ocurrir después de
su muerte; tenía ya 80 años.
Las 50 páginas mecanografiadas en papel—que en la
versión digital se reducen a 28—fueron concluidas en
noviembre de 1974, dos meses después de que interviniera
la Universidad de Buenos Aires Alberto Ottalagano,
delegado rector del ministro de educación Oscar
Ivanissevich bajo la gestión de Isabel Martínez, viuda de
Juan D. Perón. En diciembre las facultades abrieron nuevamente
sus puertas por un brevísimo lapso. La Facultad
de Filosofía y Letras fue relocalizada del viejo Hospital
de Clínicas (hoy Plaza Bernardo Houssay) a la Avenida
Independencia al 3100, sin la carrera de Psicología,
que se transformó en una carrera con edificio propio,
ni la de Sociología, que pasó a depender de la Facultad
de Derecho. Fue en ese breve interregno de diciembre
que Lafón se enteró, como muchos otros, que no podría
volver a franquear la puerta “del Etnográfico”. Esa tarde
del 2003 me contó que fue dejado cesante por el nuevo
decano de la Facultad, el Presbítero Sánchez Abelenda.
Pero esa cesantía no le fue notificada formalmente, sino
que se infería por su ausencia de la lista de profesores
que acababan de ser confirmados en sus cargos. Cuando
fue al Museo a buscar sus efectos personales recordó haber sido sacado del hall de entrada de Moreno 350 a
punta de pistola, aunque después se corrigió y limitó el
hecho a que el hermano de Sánchez Abelenda le había
dejado ver el arma que llevaba en el cinto. Lo cierto es
que allí en el Museo quedaron sus libros, diapositivas y
materiales de investigación, lo que para un arqueólogo
es mucho más que lo que es hoy el disco rígido de cualquier
computadora: carece de copia.
El escrito que Lafón me dio en 2003 debió haber sido
redactado en aquel interregno de dos meses en que nadie
sabía aunque muchos suponían cómo sería la nueva
universidad. Su redacción original no parece haber sido
modificada y sólo agregó la brevísima sección manuscrita
que, creo, estaba destinada a mí, una colega menor
en edad y trayectoria, y a la que él no conocía hasta entonces.
Como apreciará el lector de este documento, el
Post-scriptum difiere de la Breve Historia en su tono desgarrador,
y en la cita denunciante de los nombres de
aquéllos que lo alejaron definitivamente de la vida académica.
Quizás al leer estas dos carillas manuscritas se
comprenda por qué las escribió y me las dio junto a las
hojas mecanografiadas con algunas correcciones en la
misma tinta que la hoja final. Infiero por eso que cuando
Lafón me concedió la entrevista buscó ese escrito entre
sus papeles, volvió a leerlo, introdujo unas pocas correcciones
de redacción, hizo el Post-scriptum que agregó al final, puso todo en un folio transparente y lo preparó para dármelo en mano al finalizar nuestro encuentro.
Toda esta reconstrucción de los contornos del escrito
que aquí presento no es una caída en el narcisismo
postmoderno, sino una aproximación relevantísima a
un largo y denodado esfuerzo de explicar/denunciar/
transmitir las causas que lo habían llevado a lo que él
concebía como su injusto ostracismo de la antropología
argentina. Quedará a juicio del lector la apreciación de la
profunda brecha que separó dos épocas, antes y después
de 1974, para el autor de este documento y para quienes
participaron del devenir de la antropología porteña.
Poco sabía yo de Lafón, comparado con figuras que
circulaban de manera prominente en las historias de la
antropología argentina: José Imbelloni, Oswald Menghin
y Marcelo Bormida, que generalmente ofician de antagonistas;
mucho menos Enrique Palavecino, el etnógrafo y
el “progre” de los primeros profesores de la licenciatura
(Lischetti 1989, p.11); Salvador Canals Frau al frente de
la primera etapa del Instituto Étnico Nacional, y Augusto
Raúl Cortazar en las historias del Folklore académico.
Lafón, en cambio, quedaba un tanto desleído, mencionado
aquí y allá como miembro del cuerpo de profesores
de la primera licenciatura o como parte de las huestes
de arqueólogos de los ’60 (Garbulsky 2000). Incluso
podía ser completamente ignorado en la trayectoria de
la especialidad y erradicado del listado de notables de la
antropología argentina (CAEA 1985). Académicamente,
se lo citaba como arqueólogo histórico-cultural debido,
en buena medida, a un párrafo de un artículo de su autoría
publicado en los Anales de Arqueología y Etnología de
Mendoza, en 1960; allí ponderaba a la corriente “verdaderamente
constructiva” de la arqueología cuyo “prototipo” eran los trabajos del prehistoriador austríaco Menghin
(Politis 1992, p.77). Esta afirmación se reforzaba en la
dedicatoria de su Nociones de introducción a la antropología (1972) a quien aún en 2003 ponderaba como su maestro,
José Imbelloni, al que recordaba tocando el clavicordio
en una casa de tono solemne que más bien se parecía
a un museo y a una iglesia. Tal sesgo le valdría su etiquetamiento
teórico, independientemente de sus posteriores
desarrollos manifiestos en sus extensos trabajos
sobre Humahuaca y Huichairas publicados por Runa. Al entender de Lafón, dichos artículos “Responden todos
ellos a la necesidad de completar el conocimiento sobre
el desarrollo cultural de esa región de nuestro país, que
parece cada día más haber sido sede de grupos humanos
con una continuidad cultural no sospechada, y también,
de poner en evidencia la necesidad impostergable de
estudios de carácter integrativo con miras a incorporar
definitivamente a la vida nacional a estas comunidades
de cultura tradicional, antes de su total desintegración”
(Lafón 1969-70, p.275).
Más que a la torre de marfil habitual de la concepción
monástica y jerárquica de los histórico-culturales, y pese
a que quienes ocuparon la licenciatura antropológica a
partir de la intervención del ’74 enarbolaron los ciclos
culturales y la Nueva Escuela de Imbelloni como su credo
fundacional, la justificación de Lafón por el desarrollo
cultural argentino lo aproxima a cierto giro aplicado
de la antropología, que puede haber nacido en él de su
opción peronista, según Hugo Ratier (1988) por su origen
forjista, y seguramente por su concepción de la labor
académica como un “acto de servicio” basado en el
trabajo, la humildad y la perseverancia. Así, pese a sus
vaivenes, la especialidad arqueológica, rama destacada
y con cierta trayectoria ya en la antropología argentina,
estaba orientada, decía Lafón, a comprender la realidad
nacional y a mejorar las condiciones del subdesarrollo
de vastas zonas del país. Para ello era imprescindible su
modernización y autonomía, o lo que él llamaba “profesionalización”.
Este camino debía hacer a un lado a
los diletantes y amateurs. Pero, conforme se politizaban
los claustros hacia 1973, Lafón arremetía también contra
quienes sin trabajo ni estudio ni experiencia, escudaban
su meteórico ascenso político-académico en reivindicaciones
rimbombantes pero de nulo valor científico. Los
agentes de este proceso de profesionalización debían ser
los colegas reunidos en una “comunidad” de pares donde
la relación entre profesores y alumnos alojados en el
Museo debía desenvolverse de cara a la práctica, al debate
en seminarios y no a las clases magistrales, promoviendo
el crecimiento conjunto con miras a la formación
sistemática de los jóvenes profesionales, a la vez docentes
e investigadores.
Este texto que aquí presento debía contribuir a ello.
Lafón lo consideraba “un documento espontáneo y personal,
casi diríamos con mayor precisión, un testimonio del autor sobre la enseñanza y la investigación de la
especialidad en esa Casa de Estudios”, el Museo (p.1).
Pero su propósito era “hacer una evaluación objetiva de
la tarea de los años mencionados y la hace pública como
testimonio personal de un proceso en el que ha tomado
parte y en el que ha intervenido” (p.1). Trataba así de
esclarecer al público y a la nueva conducción universitaria
acerca de las verdaderas actividades que se llevaban
a cabo en su interior. Valía la aclaración porque aquellas
tres décadas habían transcurrido en “contextos no
siempre académicos sino vehementes, cuando no ásperos” (p.1), que acabarían por costarle su vocación y su
entrega.
Pasaba entonces revista a las múltiples actividades
que había desempeñado— aprendizaje y entrenamiento
de campo, docencia, investigación y organización institucional— y a las instancias nacionales que lo afectaron
llegando a exponerlo a él y a sus tareas peligrosamente.
Con estilo cuidado y formal, Lafón iniciaba sus tres décadas
en el Museo, al que llamaba “Institución Madre de
la arqueología argentina”, con una breve introducción,
y luego con “tres partes” la primera de las cuales se titulaba “Pequeña Historia”. Le seguía el Post-scriptum de
2003. Así, pese al anuncio tripartito, no hay en el cuerpo
principal del texto otras partes o secciones. Parece, más
bien, una redacción inconclusa cuyas razones probablemente
se encuentren en su agregado final.
Sin embargo, el punteo habitual que marca la temporalidad
académica y que encontramos en otros escritos
de historia de la antropología argentina, no está ausente
aquí, aunque se vierta más concentrado en sus efectos
concretos en el Museo de la Facultad. Lafón distinguía
una etapa introductoria con su propia formación y sus
comienzos como técnico y asistente desde 1948, la trunca
creación de la licenciatura en Americanística de Imbelloni,
hasta el ‘55 con la “jubilación” de Imbelloni y
el retiro de Casanova; la subsiguiente renovación de la
Universidad y la creación de la licenciatura en Ciencias
Antropológicas del ‘58; la fase del ‘59 al ‘66, con el primado
arqueológico de Menghin, y del ‘66 al ‘72 con la
propia participación de Lafón en la docencia y la promoción
de la investigación; el ‘73 como “año de ajuste”, y
el ‘74 como inicio del nuevo plan hasta la intervención.
Finaliza el escrito con el mencionado Post-scriptum donde
explica qué le sucedió tras la intervención peronista
del ‘74.
A lo largo de sus páginas, sin embargo, Lafón hace un
denodado esfuerzo por establecer continuidades, destacando
el restablecimiento, la normalización, el ajuste,
y la existencia a veces tácita, a veces explícita de ciertas
concepciones de trabajo en la investigación y sobre
todo en la docencia arqueológica. Con estilo mesurado y
siempre en tercera persona del singular, Lafón se presenta
como símbolo de una línea continua que atraviesa las
rupturas que vivió en carne propia—el ‘43, el ‘47, el ‘55,
el ‘66, el ‘73 hasta 1974—iniciándose “desde abajo” como
técnico, doctorándose después, y emprendiendo la carrera
docente y de investigación desde diversos cargos,
algunos de conducción (cátedras, Departamento, Comisión
de Reforma del Plan de Estudios) que acometió por
propia voluntad, por desempeño, por fallecimiento o
por retiro y exoneración de sus superiores. Profesor que
no se apartó en 1947, ni renunció en 1966, ni tampoco en 1973, fue dejado cesante sin justificación a fines de 1974
para no regresar jamás al Museo, ni aún después de 1984
cuando le quedaban todavía 20 años de vida. En el escrito
y en nuestro encuentro atribuía esta desvinculación a
“dos pecados capitales” y a una postura estrictamente
académica planteada como decisión moral, que sostuvo
pese a los embates externos y a las presiones internas.
En este sentido, Ciro René Lafón es un personaje difícil
de encuadrar para la perspectiva dualista que aún
domina las historias de la antropología argentina desde
aquel magnífico estudio retrospectivo de Guillermo
Madrazo escrito en 1982 y publicado tres años después.
A diferencia de la temporalidad cíclica de sucesión catastrófica
en que a un período progresista (en lo académico
y teórico) y democrático (en lo político nacional) le
sucede otro persecutorio y reaccionario (en lo académico,
teórico y nacional) (Guber 2009), Lafón apela a una
continuidad de treinta arduos años bregando ‘desde
adentro’ de la institución antropológica por la profesionalización
de la arqueología. Sin abundar en detalles
conflictivos, ni en sus posicionamientos ante los sucesivos
cambios de mando, sin proceder a la denuncia lisa
y llana, en su escrito prefiere hacer pie en ‘lo que pudo
hacerSE’, sin personalizar demasiado, y haciendo hincapié en la formación de los jóvenes: entrenamiento en el
campo y campañas con estudiantes, análisis conjunto de
los materiales por profesores y alumnos, apertura de los
cenáculos exclusivos de los viejos sabios y sus contados
preferidos, exploración de áreas de estudio (Noroeste,
Nordeste y Sierras Centrales) fuera de las dominantes en
la arqueología de la Facultad (Pampa y Patagonia).
En su intervención para la celebración de los 30 años
de la Licenciatura de Ciencias Antropológicas, el arqueólogo
Luis A. Orquera afirmaba lo siguiente:
Se ha hablado mucho, se habla mucho, constantemente,
de la influencia de la Escuela Histórico Cultural en el
Plan de Estudios de la carrera, antes y después del año ’73. Sin embargo, tengo que hacer un par de aclaraciones
significativas.
La materia Arqueología Americana, dictada por el
Dr. Ciro René Lafón, desde la creación de la carrera, no
participaba en la orientación de la Escuela Histórico-Cultural. Era culturalista, indiscutiblemente, como eran
culturalistas todos los antropólogos del mundo en esos
momentos. No había una forma de dar una materia con
un criterio materialista. Pero no era el culturalismo histórico,
alemán, austríaco, europeo, que imperaba sin
ningún tipo de tapujos y salvedades en el campo de la
Etnología y otras materias afines. Era una orientación
culturalista americana con raigambre que se podría remontar,
en lo más lejos, hasta Boas o hasta Linton. No
hay que olvida que Lafón fue quien incorporó al estudio
de la Arqueología Americana, en nuestro país, las obras
de Willey y Phillips, que son culturalistas, indiscutiblemente,
no son materialistas pero tampoco histórico-culturales
(1988, p.59).
Refería entonces a tres corrientes en el dictado de las
asignaturas arqueológicas: la histórico-cultural, “un
fuerte, MUY FUERTE, componente evolucionista, a través
de la importancia que se le reconocía a Childe. Y había
también un tercer componente secuencial tipológico,
de Bordes, …” (1988, p.59, énfasis original), y luego recordaba
que con el nuevo programa del 73-4:
El primer curso estuvo destinado a una revisión crítica
de la problemática arqueológica, de acuerdo con las
instrucciones y los lineamientos que dio el Departamento
[ya encabezado por el Lic. Hugo Ratier]. Yo allí era
Jefe de Trabajos Prácticos, el titular de la cátedra era Ciro
René Lafón y aceptamos—no tuvimos ningún tipo de
inconveniente—en reconocer que una estructura académica
paternalista y autoritaria, no podía ser mantenida,
que debía ser cambiada, que era necesario que cambiara.
Y buscamos una organización en forma de grupos de
trabajo, de discusión de los temas. Resultado del cual, yo
sentí una profunda compasión por los alumnos; porque
trabajaron mucho más, tuvieron que leer y estudiar mucho
más que lo que habían leído, estudiado y trabajado
cuando la materia se dictada de la manera tradicional.
Sin embargo, los resultados fueron muy buenos y yo
quedé muy satisfecho del éxito que tuvo ese primer cuatrimestre.
Al año siguiente, sin embargo, la materia no se dictó;
se dictó sólo un seminario de Arqueología (a cargo de
Lafón) en el cual se aplicaron las pautas que siempre se
habrían debido aplicar en el Seminario: las de discusión
libre y participación intensiva por parte de los alumnos
(1988, p.60, mis corchetes).
Por su parte, Hugo Ratier lo reconocía como uno de
los “arqueólogos que dio apoyo a los jóvenes egresados
y alumnos que se resistían al modelo elitista de investigador
que se pretendía formar desde las cátedras” antes
del breve intento transformador de 1973:
En Buenos Aires, desempeñó un importante papel
Ciro René Lafón, de filiación histórico-cultural pero sensible
a los nuevos tiempos y preocupado por ‘la cuestión
nacional’. No hesitó en recorrer un periplo poco frecuente
y en encabezar equipos de alumnos que, en la quebrada
de Humahuaca, iniciaron una indagación diferente
de la realidad local” (1986/2000, p.33).
Habida cuenta de estos importantes aunque infrecuentes
atisbos por matizar el pasado disciplinar y complejizar
las figuras que delinearon su trayectoria, el texto que
aquí presento contribuye a revisar nuestra persistente y
dicotómica concepción acerca de la etapa formativa de
la institucionalización de la antropología … de Buenos
Aires. “Antropología porteña” porque en las encrucijadas
institucionales se dieron cita y conflicto personalidades relevantes que decidieron, por ser “de Buenos
Aires”, la conformación, con vicios y aciertos, de uno
de los polos antropológicos de la Argentina. De la mano
de su autor, acaso sirva también para comprender cómo
quiso ser recordado Ciro Lafón, el entrañable profesor
que participó de una historia improbablemente “pequeña”,
no como la diatriba contra el nazi-fascismo entre
otros obstáculos, que ciertamente existieron, sino como
la ponderación de un esfuerzo conjunto por conocer los
confines comunes de la Nación, la cultura y la sociedad
argentina.
NOTAS
*IDES-CONICET. Correo electrónico: guber@arnet.com.ar
Referencias:
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2. CGJA (COLEGIO DE GRADUADOS EN CIENCIAS ANTROPOLÓGICAS) (1988). Jornadas de Antropología: 30 años de la carrera en Buenos Aires (1958-1988). Buenos Aires: CGJA, Ed. Mimeo., Talleres de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.
3. GARBULSKY, E. (2000). Historia de la antropología en la Argentina. en Mirtha Taborda (comp.) Problemáticas antropológicas. Rosario: Laborde editor.
4. GUBER, R. (2006). Linajes ocultos en los orígenes de la antropología social de Buenos Aires” en Avá. Revista del Postgrado en Antropología Social de la Universidad Nacional de Misiones, Argentina 8: 26-56.
5. GUBER, R. (2006). Obituario “Ciro René Lafón 1923-2006”. En: Anuario de Estudios en Antropología Social 2005 (pp.287-289), Buenos Aires: CAS-IDES.
6. GUBER, R. (2009). Política nacional, institucionalidad estatal y hegemonía socio-antropológica en las periodizaciones de la antropología argentina, Cuadernos del IDES n.16. http://www.ides.org.ar/shared/doc/pdf/cuadernos/cuader16.pdf
7. LAFÓN, C. R. (1960). Reflexiones sobre la arqueología del presente, Anales de Arqueología y Etnología. Mendoza, Tomos XIV/XV.
8. LAFÓN, C. R. (1967). Fiesta y religión en Punta Corral (Pvcia. De Jujuy), RUNA, Archivo para las Ciencias del Hombre X (1-2): 256-287.
9. LAFÓN, C. R. (1969-70). Notas de Etnografía Huichaireña. Runa, Archivo para las ciencias del hombre XII (1-2): 273- 328.
10. LAFÓN, C. R. (1972). Nociones de introducción a la antropología. Buenos Aires: Editorial Glauco.
11. LISCHETTI, M. (1989). Intervención en las Jornadas de Antropología: 30 años de la carrera en Buenos Aires (1958-1988). Colegio de Graduados en Ciencias Antropológicas, Buenos Aires: Ed. Mimeo:10-13.
12. MADRAZO, G. B. (1985). Determinantes y orientaciones en la Antropología Argentina, Boletín del Instituto Interdisciplinario de Tilcara 1: 13-56.
13. ORQUERA, L. A. (1989). Intervención en las Jornadas de Antropología: 30 años de la carrera en Buenos Aires (1958-1988) (pp.58-66). Colegio de Graduados en Ciencias Antropológicas, Buenos Aires: Ed. Mimeo.
14. POLITIS, L. (1992). Política nacional, arqueología y universidad en Argentina. Arqueología en América Latina Hoy (pp.58-70) Bogotá: Biblioteca Banco Popular, Colección Textos Universitarios.
15. RATIER, H. (1988). Intervención en las Jornadas de Antropología: 30 años de la carrera en Buenos Aires (1958-1988) Colegio de Graduados en Ciencias Antropológicas, Buenos Aires: Ed. Mimeo.
16. RATIER, H. (1986/2000). La antropología social argentina: su desarrollo, Publicar en Antropología y Ciencias Sociales VIII (IX): 17-48.
LA ARQUEOLOGIA Y EL MUSEO ETNOGRAFICO DE LA FACULTAD DE FILOSOFIA Y LETRAS DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES
por: Ciro R. Lafon
El texto se mantiene tal como se hallaba en el diskette entregado por C.Lafon
INTRODUCCION
Las páginas que siguen no aspiran a ser una historia
menuda de la importancia del Museo Etnográfico en el
devenir de la Arqueología Argentina, porque eso haría
necesario un frondoso aparato
erudito y documental que
por su mismo carácter desvirtuaría la finalidad con la
que ha sido concebido. Por el contrario, sólo pretenden
convertirse en un documento espontáneo y personal,
casi diríamos
con mayor precisión, en un testimonio del
autor sobre la enseñanza y la investigación de la especialidad
en esa Casa de Estudios, a la que se halla vinculadoíntimamente desde principios de la década del 40 y a la
que sirve desde el mes de febrero de 1948.
Esta circunstancia presta un matiz particular a todo
lo que se dirá más adelante, que lo convierte así en las
Memorias de alguien
que ha vivido tres décadas en una
Institución, por lo menos en su primera parte, que ha
sido denominada Pequeña Historia. Pero, en su segunda
parte, ese sello personal con algo de autobiografía, que
tan ajeno parece a los escritos científicos, supuestamente
asépticos
y objetivos, entra en otro cauce más peligroso y
poco frecuentado,
que puede resultar insólito sino criticable
en grado sumo:
el autor hablará de su propio papel
y de quienes han colaborado
con él en la orientación de
la docencia y la investigación de buena parte de los trabajos
que se cumplen en la Casa en Arqueología. Hablará de él lo menos posible, sin falsa modestia, y mucho, de sus colaboradores, porque sin ellos no podría haber
hecho gran cosa. Asunto riesgoso y difícil hacer historia
contemporánea cuando quien escribe está haciendo esa
historia, tan difícil como ser sujeto
y objeto de la Antropologia
de nuestro país, que es lo que todos queremos,
pero que no se hace por temor de equivocaciones y porque
es más fácil mirar hacia afuera. En esta ocasión el
autor ha mirado hacia adentro, de espaldas a la reja que
da a la calle: Moreno 350, para hacer una evaluación objetiva
de la tarea de los años mencionados y la hace pública
como testimonio personal de un proceso en el que
ha tomado parte y en el que ha intervenido. Y ha mirado
también hacia afuera, por eso es que ha traspasado la
reja y sale a decir qué es lo que se hace, cómo se hace y
para qué se hace.
Ha estimado conveniente romper con un estilo de trabajo
silencioso,
tenaz, constructivo, llevado por vocación
de servicio, como deben ser el trabajo científico y
la labor docente, para que se aepa con seguridad, por
boca de uno de sus responsables, cuál es el camino que
hemos elegido y estamos transitando. Muchas razones
había para tomar esta actitud, y existen tadavía, que no
es del caso analizar, porque podría ser interpre tado su
tratamiento como una justificación y sabemos que no
es necesario. Solo queremos terminar
con el estereotipo
del Museo Etnográfico, asociado como está desde hace
mucho tiempo a personas e ideas que nada tienen que
ver con lo que nosotros hacemos. Sean estas personas
e ideas las viejas,
o las más recientes, que sin solución
de continuidad han sucedido
a las otras, con resultados
igualmente negativos para la imagen
externa.
Finalmente, la tercera parte, será poco menos que un
apéndice, en cuanto documentará fehacientemente, contextos
no siempre académicos sino vehementes, cuando
no ásperos, la lucha por consolidar prácticamente en la
Facultad lo que íbamos conatruyendo —y seguimos— en la medida de nuestro esfuerzo y con el esfuerzo común
con egresados y estudiantes.
Ya dijimos que era un testimonio personal. Que no
es un frío informe científico. Y menos, una Probanza de
Méritos y Servicios. Es, si, un documento vivo, producto
de la lucha diaria, que en manos de buenos exégetas puede
servir de mucho. Y para los estudian
tes que quieran
informarse, también. Como queremos que sirva a todos
aquellos que de una manera u otra quieran saber qué hace el Museo Etnográfico en arqusología. La vieja casona
de la calle Moreno está indisolublemente ligada a la
institución a la que servimos, sin la cual no existiríamos.
El Museo Etnográfico de la Facultad de Filosofía y Letras
de la Universidad de Buenos Aires, que a partir de 1904
representó a la Antropología y en especial a la Arqueología
es la Institución Madre. De él salieron
Institutos, Departamentos,
Centros y toda una Carrera especializada.
Pasaron hombres. Ocurrieron muchos cambios. Muchas
reestructuraciones.
Inclusive pasó a segundo o tercer
plano. Hasta pareció que iba a cmorirse por inanición o
desamparo o, simplemente por dejadez.
Pero ahí está. Vive. Lucha. Y alberga en su interior a
un puñado
de personas jóvenes y no tan jóvenes, que
viven y luchan por él.
Los no tan jóvenes, que aprendimos un estilo de vida
y crecimos en sus pasillos y depósitos y en ellos alcanzamos
ya la madurez de la cincuentena, manteniendo
encendido el fuego en el hogar paterno, con penurias y
estrechez, es verdad, pero con la seguridad
y el aplomo
de quien sabe qué es lo que está haciendo: preparando
a quienes se han acercado para “cuando estén dadas las
condiciones”, sin prisa, sin pausa, con intensidad, con
pasión, con vehemencia. Así entonces no ocurrirá mucho
de lo que estamos padeciendo:
inoperancia, improvisación,
falta de disciplina, de espiritu
crítico, que echaron
a perder un momento que pudo ser decisivo, con
signo positivo. Los jóvenes que han elegido un camino
largo, duro, aspérrimo cuando no ríspido, cumpliendo
un noviciado cuyas reglas no son demasiado ascéticas,
pero implican un aprendizaje constante. Lo que antes
llamábamos “vida de Instituto”. Contacto diario con la
gente, con sus camaradas, con sus profesores, con sus
ayudantes. Contacto con materiales y con la biblioteca.
Diálogo
ininterrumpido sobre todo tema que tenga algo
que ver no solamente
con la especialidad, sino con la
Universidad, con e1 país, con el mundo, que no desdeña
nï el comentario sobre cine o teatro, ni ese “deporte
nacional” de los antropólogos que consiste en hablar
de
los otros antropólogos.
Así se forma la gente en una casa de Estudios, por
la Casa y para la Casa porque esa “formación” alcanza
por igual a los jóvenes,
a los no tan jóvenes y a quienes
como en este caso, el autor, aprendió junto a sus alumnos
y colaboradores, a vivir la Universidad
masificada,
a dialogar con ellos y a convivir con ellos.
No creemos en uno de los tantos mitos propios de
la tecnocracia
que también invade a la Antropología,
que es la “formación de discípulos” como prueba de
la capacidad de determinada persona. Está demasiado
cerca del “culto de la personalidad”, del “continuismo” de la concesión personal de favores o de la cesión de
cierta cantidad de “mana” para que el beneficiario haga
lo propio con otro. En la Casa de la Calle Moreno, el
profesor de arqueología no va detrás de sus alumnos
ni tampoco por delante. Marcha con ellos. Trabaja con
ellos. Aprende con ellos, les enseña, los provee y 1os
prepara, todos al servicio de la Casa, de la Universidad,
del país, de la ciencía que hemos elegido para cultivar.
Las reglas del juego no están escritas, pero no por ello
dejan
de tener vigencia. Todo un sistema de lealtades
ha ido confïgurándose
en la tarea común de poner el
hombro para la Arqueología, que está por sobre las discrepancias personales, en tanto no es propiedad exclusiva
de ninguno, como está más allá de las comodidades
o de la ambïción individual, en cuanto trabajamos para
la Institución. Humildad, honradez, humanidad son sus
pilares. Sus columnas son disciplina, voluntad, iniciativa.
Ha sido descartado e1 egoismo y la ambición personal
no cuenta. Además la experiencia demuestra que la
gratificación está en proporción directa, pero al cuadrado
de lo que pone cada uno. Son quizás estas las razones
para que seamos pocos, para que nuestra imagen resulte
difícil de aprehender,
para que aquellos que no resistieron
el sistema justifiquen su salida no siempre con honradez,
y para que aquellos que no lo conocen prejuzguen
y califiquen.
Esta es la manera de trabajar que aspiramos a
institucionalizar.
Así empezamos a hacerlo. Así estamos
haciéndolo. Y como se verá más adelante no es nada fácil,
porque en los tiempos que corren esto de hacer algo
en serio, que requiere tiempo, que supone madurez
y
juicio analítico, dedicación, trabajo y cierta cuota de sacrificio “por nada” durante mucho tiempo, parece cosa
de oligofrénicos.
Pero no es así: sólo hace falta cumplir
con las reglas del juego, que no son tan duras. Aunque
no siempre, cuando de trabajo
de campo se trata, resulta
agradable para algunos su cumplimiento.
Pero se trata
de un juego muy serio y debemos ser implacables.
Y esto es todo, amigo lector. Lo que sigue explicará mucho de lo que aquí se dice y mucho de lo que se calla.
l. Pequeña historia
La enseñanza de la arqueología y la investigación arqueológica
en la Universidad de Buenos Aires están ligadas ïndisolublemente a nuestra Casa, al viejo Museo
Etnográfico de la Facultad de Filosofía
y Letras, que fuera
fundado a comienzos del siglo, a inspiración
de Juan
B. Ambrosetti, al servicio de la Cátedra, para que los
alumnos tuvieran oportunidad de manejar, ver y tocar
los restos materiales de las culturas extinguidas que estudiaban.
Complementariamente,
inició la serie de campañas
del Museo Etnográfico, en las que tomaban parte
los alumnos interesados, que reconocían y participaban
de los trabajos de sus profesores en el campo, tal como
puede leerse en los informes del Director o en las publicaciones
de la Sección Antropológica, que daban a conocer
los resultados.
Eran otros los tiempos. Otras las inquietudes. Otras
las aspiraciones. Otra la Universidad y otras las gentes.
Como era otro nuestro país. Eran pocos las alumnos, pocos
los especialistas, si es que podemos llamarlos así, y
no demasiado el interés y el conocimiento
de la importancia
de nuestra ciencia entre la gente culta de la época.
Se estudiaba como una asignatura más entre los estudios
históricos, en tanto que la investigación corría por cuenta
de los profesores que vivían en el Museo Etnográfico,
adonde solían agregarse
otras personas ïnteresadas y colaboradores
espontáneos. El lugar físico eran los sótanos
de la casona de la Facultad, en la calle Viamonte 430. De
allí fue trasladado en 1927, al edificio
que ocupa hoy, que permanece tal cual, gracias a milagros
de mantenimiento.
Ello no absta para que sea inadecuado,
estrecho, incómodo e indecoroso para lo que
alberga, Pero es nuestra casa. Hace poco hemos lavado
su cara, reacondicionando sus ambientes y comenzando
una nueva época de trabajo, mirando hacia adelante. Por
esa razón, la historia será breve. Se referirá sólo a aquello
que sea ïmprescindible para nuestros fines: ubicar con
claridad
la arqueología que se hace en el Museo.
Las tres primeras décadas del siglo transcurrieron sin
que el ritmo de enseñanza o de investigación se alterara
en demasía. No eran muchos los estudïantes de la
especialidad ni tampoco los especialistas. El acceso no
era tampoco nada fácil ni ordenado. Se basaba en una
relación que podríamos llamar, para evïtar otros calificativos,
de “maestro a discípulo”. No existía lo que
hoy llamamos “carrera docente”, ni tampoco investigación
planificada como hoy la concebimos, ni demasiada
preocupación por aspectos teóricos o metodológicos o
programáticos. El comienzo de la década del cuarenta
marca una época en la que empiezan a darse pequeños
cambios que anuncian ya los cambios posteriores.
No son muy intensos, ni muy nítidos a veces, pero son.
Son, todavía, independientes
de la situación político social
del pais. Decimos todavía porque ahí empiezan a
mezclarse. “La ciencia debe ser pura y aséptica. ¿Cómo
puede mezclarse Antropología con Política?” En cuanto
a la Arqueología, nï soñarlo. Esa era la posición. Era la
tradicional. Era la científica. Era la que nos enseñaban.
Era la europea. Era la Ciencia. Miraba a Europa. Europocéntrica.
Aprendíamos sobre América. También sobre
Argentina. Usos, costumbres, restos de los indios, del
hombre americano. Otro hombre. Era la cultura oficial
que se transmitía. Nadie o muy pocos, hubieran dudado
de ella ni hubiesen asumido una posición crítica. Pero
volvamos a nuestro asunto para aquilatar esos cambios
arriba mencionados.
Para 1941 y 1942 el número de estudiantes de la Sección
Historia
había aumentado hasta sobrepasar los 15
alumnos por promoción. En algún año llegó a sobrepasar
el número de 20 y por rara coincidencia,
un número
grande de ellos —teniendo en cuenta las magnitudes de
la época— se interesó por la Arqueología y la Antropología.
Tanto que el número de “discípulos” aumentó a
dos o tres, y alguno más que, en segundo o tercer plano,
aspiraba a entrar en el círculo
de los iniciados. Contemporánneamente,
buen número de estos jóvenes
ingresan
a la Sociedad Argentina de Antropología, que funcionaba en el Museo, aunque no era institución oficial. Algunos
de ellos hacen sus primeras armas en ese campo y
se agrupan finalmente en un Centro de Estudiantes de
Historia denominado AKIDA (una flexión de AKIS —en
griego: estímulo y punta de proyectil o acicate—), con
metas y propósitos únicamente científicos. Sin serlo en la
práctica, era como un satélite de la Sociedad Argentina
de Antropología y como una suerte de lugar de “entrenamiento”
para la lid. Pero el Destino le tenía reservada
poca vida. Quien escribe creó el nombre con las iniciales
de los profesores de segundo año en 1942: Ardisone,
Constanzó, Imbelloni, Daus, Aparicio, combinados. La
enseñanza discurría por los cauces tradicionales, al servicio
de la carrera de Historia. Se enseñaba la Prehistoria
Europea la mitad del curso de manera discursiva y narrativa,
como algo que estaba antes de la grande Historia
que se aprendería después. La arqueología americana y
argentina era expuesta y estudiada también
en esa función.
Se veía a la luz de la documentación histórica, casi
sin profundidad temporal y con poca información para
América
en general, salvo México o Perú.. Veíamos materiales,
ilustraciones,
oíamos comunicaciones y conferencias,
pero no había una metodología de la enseñanza
ni del aprendizaje, ni estaba institucionalizada la posibilidad
de acceder a ellas. No por retaceo ni exclusividad,
sïno porque las condiciones no estaban dadas, ni entre
docentes ni entre alumnos.
Francisco de Aparicio, profesor de la especialidad y
Director del Museo, fue el centro de la activídad docente
y el inspirador de un grupo de alumnos —muchos
de ellos más tarde profesores— interesados
no sólo en
Arqueología, sino también en la Geografia. Fue él quien
reinició los “viajes de estudio” con alumnos a la manera
del viejo maestro Ambrosetti. En el transcurso de uno
de ellos, fueron redescubiertas las ruinas de Tolombón.
Debemos expresar, para claridad
de nuestra explicación,
que se trataba de “viaje de estudios” y no trabajo de
campo en sentido estricto, planificado, como se entiende
en nuestra jerga habitual. Esta advertencia no empaña
una acción, sino la ajusta a la realidad para que sea aquilatada.
Colaboraban
con él, como profesores adjuntos,
Fernando Márquez Miranda y Eduardo Casanova, cada
uno de los cuales dictaba un acápite del programa, da
acuerdo con la orientación indicada. Enseñanza magistral,
oral, al servicio de la información erudita y formal.
La investigación se movía a un ritmo parecido y con
la misma orientación. La frecuentación de las fuentes
históricas, la exégesis
menuda, la búsqueda del documento
impensado que arrojara luz sobre los aborígenes
que vieron los españoles del siglo XVI consumían
buena
parte de los esfuerzos, en desmedro de la arqueología
propiamente dicha y de las técnicas y metodología de
la investigación
arqueológica. Interesaba sólo el último
momento de las culturas
aborígenes y, a veces, el penúltimo, ïnterpretados ambos a la luz del documento. No
había una delimitación clara con la etnografía
o con la
etnografia histórica.
Recién en el último tercio de la década se podrán leer
los trabajos en los que se comprueba que el cambio empieza
a concretarse.
Uno, ya clásico, lleva la firma de
Enrique Palavecino, uno de los viejos maestros (Palavecino,
1948). Otros, son los primeros trabajos de la entonces “nueva generación”. Alberto Mario Salas (1945)
que comienza a remontar raudo vuelo con su tesis de
doctorado
sobre “El antigal de Ciénaga Grande” y Horacio
Difrieri (1948) que hace estratigrafía por primera
vez en el noroeste argentino. Por desgracia ambos abandonaron
el campo. Ambos ejemplifican el cambio
que
empezó a darse, ambos estuvieron en el Museo y ambos
fueron
colaboradores de Aparicio. Había empezado a
concretarse uns renovación cuyo origen real estaba en
las inquietudes de los estudiantes
que tuvieron la posibilidad
de acceso a la frecuentación de la Casa, al contacto
con los materiales y la bibliografía, como así también con
otros profesores, como lo fueron Palavecino o Imbelloni,
que con otra formación y otra amplitud, contribuyeron
a su manera en este proceso. No son ajenos a este nuevo
espíritu la profundización en los estudïos de la antigüedad
clásica que hacíamos en otras asignaturas, la visita
de Jorge Basadre, que dictara
cursos sobre Fuentes para
la historia del Perú, o la visita de Julïán Steward, que
nos ilustrara acerca de la arqueología del Sudoeste
de
los Estados Unidos en esos momentos, sumados a la f recuentación
de la Biblioteca. del Museo, que entonces se
mantenía al día: era el comienzo. No era nada planificado,
ni o rdenado, ni encauzado. Pero algo que anunciaba
el futuro.
Las transformaciones político sociales que conmovieron
a nuestro país a partir de 1943 alteraron sïngularmente
la vida, casi rutinaria, de la poca gente qus trabajaba
en ella, aunque ya otras alteraciones la habían afectado
como repercusión de la Segunda Guerra Mundial, dividiendo
en bandos irreductibles a quienes integrábamos
el claustro estudiantil y a quienes estábamos
en la lista
de aspirantes a estudiar arqueología y antropología
y
golpeabamos a la puerta de la Casona del Museo, único
lugar donde podíamos satisfacer nuestras apetencias,
que empezábamos
a acrecentar dia por día. Para 1947 la
normalización estaba
encauzada. José Imbelloni, como
Director del Instituto de Antropología, de reciente creación,
y Director del Museo Etnográfico,
reestructura el
viejo organismo. Su figura y su prestigio condicionarán
la nueva época para la antropología de nuestra casa. Podemos
decir que a partir de 1948, la normalidad está en
marcha.
Veamos pues qué ocurre con la Arqueología. La cátedra
regular queda en manos del Dr. Eduardo Casanova,
que a partir de ese año dicta normalmente sus cursos. La
orientación de la enseñanza no varía. El programa servía
a la Sección Historia de la Facultad. Se informaba acerca de la prehistoria europea, de la arqueología americana y
de la arqueología argentina, a lo largo de un curso anual
ordenado, sistemático
y no del todo actualizado, pero
que cumplía sus funciones. Los escasos interesados —
un poco más numerosos como ya dijimos— debían
vincularse
como pudieran a la. Institución e iniciar allí su
formación y completar su información. No existía ninguna
planificación
oficial y todo era un poco de azar.
Dependía del interés y la voluntad del aspirante, de
su iniciativa, del eco que encontrara
y luego del apoyo
con que contara cuando se había encarrilado.
Hasta ese
momento solo había una vía directa de acceso: la posíbilidad
de hacer el doctorado en vigencia en alguna
de las dos especialidades que se cursaban en el Museo,
Arqueología o Antropología, bajo la supervisión de un
profesor. Otra posibilidad,
más difícil, era lograr un cargo
técnico y empezar el noviciado en ese nivel, huérfano
también de orientación directa y de conducción intelectual.
El autor, con Hado favorable, optó primero
al cargo
técnico —ya egresado como profesor— y trabajó en
su tesis de doctorado en Arqueología. A comienzos de
la década del cincuenta, funcionó una Licenciatura, en
la Carrera de Historia,
con especialidad en Arqueología
o Antropología o Etnografia,
que implicó un comienzo
de intensificación de la enseñanza. Había que cursar un
par de materias complementarias y trabajar en una tesis
de licenciatura que debía defenderse públicamente. En
Arqueología hubo dos casos, pero nada más. Un intento
de Imbelloni
para lograr la creación de una licenciatura
regular, con cinco años de estudio, como los ya existentes,
en Americanística, no tuvo éxito. En ella la Arqueología
y su enseñanza tomaban cuerpo notorio.
La investigación arqueológica canalizada a través de
la cátedra
que dictaba Casanova, la Sección. de Arqueología
y luego el Instituto que él dirigió, continua por los
cauces tradicionales, sin mayores cambios. Así puede
verse en las publicaciones (I-II-III) del Instituto de Arqueología,
publicados a partir de 1954. Es que la concentración
mayor de Casanova fue puesta al servicio de la
Restauración del Pucará de Tilcara, a partir de 1948, y
atrajeron toda su dedicación y esfuerzos de ahí en adelante.
Pero, el Instituto de Antropología, contemporáneamente,
contrató los servicios del profesor Osvaldo
Menghin, como investigador y profesor Extraordinario,
por iniciativa de su director José Imbelloni. La incorporación
del famoso prehistoriador estaba destinada
a tener
gran trascendencia en la Casa y fuera de ella. Sólo
trataremos aquí de la primera. De la segunda ya nos hemos
ocupado otra vez (Lafón, 1972, Lección X).
La presencia de Menghin en el Museo no alteró en
los comienzos
el ritmo de trabajo, pero quienes gozábamos
del privilegio —que lo era— de pasar siete horas
diarias en un Instituto, en depósitos, en gabinetes o en
las aulas, en contacto con las personas,
los problemas y
los materiales, en un noviciado prolongado y duro, que
implicaba hacer de todo, desde limpiar materiales hasta
acarrearlos, en aprendizaje y observación constante,
bien pronto advertimos los nuevos vientos. Un mundo
nuevo para nosotros se abrió en los cursillos anuales de
diez clases para el personal técnico
a que lo obligaba su
contrato. Las dificultades con el idioma
no fueron barrera
suficiente para impedirnos el acceso. Empezamos
a
mirar las cosas de otro modo. Con otra dimensión. Con
otra perspectiva. Se amplió nuestro panorama. Pero la
comunicación se interrumpió en esa frecuencia, y continuó por otros canales. El profesor Menghin centró su
atención en la Patagonia y en la Pampa.
Esta porción
de nuestro país como campo ds estudios arqueológicos
pasó a ser exclusiva —o poco menos— del Instituto de
Antropología,
sin comunicación interna con el Instituto
de Arqueología, que junto con el Museo Etnográfico, integraban
un Departamento de Ciencias del Hombre que
tenía existencia sólo en los papeles. Se inició el grande y
nuevo capítulo de la Arqueología Patagónica y una nueva época en la investigación arqueológica. Pero en círculo
cerrado. A la vieja usanza. Primero uno, luego dos.
Algún amanuense.
Nada más. Nadie tuvo posiblidades,
sino excepcionalmente, de “formarse”, como se dice
ahora, a su vera. Ni sus conocímientos ni su experiencia
se tranamitieron a sus herederos directos incuestionables.
Renovó la arqueología
de Patagonia, sintetizó la
prehistaria americana, honró a nuestra casa y a nuestra
Universidad. Dejó continuadores, no discípulos. Sus trabajos
serán mucho tiempo venero inagotable de sugerencias
y replanteos. Muchos medraron a su sombra. Pero
se extinguieron con él las posibilidades de transmitir experiencia
y conocimientos
a muchos que esperaban, que
tenían sus derechos. Pudo haber
brindado sus frutos a
muchos, pero no fue así. Con todo, su paso
por la prehistoria
del país, dejó huellas imperecederas.
Al promediar la década del cincuenta funcionaba un
Instituto de Arqueologia que dirigía Casanova, que inició en 1954 sus publicaciones con trabajos originales de
tres integrantes de su personal.
Una tesis de Doctorado
(Lafón,1954) y dos de Licenciatura (Marengo, l954. Krapovickas,
l954). No teníamos un plan de trabajo diseñado
como unidad de investigación, aunque gozábamos
de libertad
de elección. La orientación inicial siguió la
del Director: Quebrada de Huamahuaca y Puna. Los trabajos
de campaña tampoco respondieron a determinada
técnica ni éramos entrenados para ello. Dependíamos de
nuestras lecturas, de nuestra iniciativa. No se brindaba
por aquel entonces ninguna enseñanza de indole técnica
o metodológica.
Se dictaba un curso de Técnica de la
Investigación en la Carrera de Técnicas para el Servicio
de Museo, que era demasiado generalizado, con otros
fines y que no se adecuaba para nada ni a América ni al
pais, ni tenia en cuenta la problemática particular de la
Arquealogía Argentina. La mayor parte de la tarea del
Instituto estaba encaminada hacia
las tareas de restauración
del Pucara de Tilcara (Casanova, l950). El Instituto de Antropología, por su parte, contaba con la labor de
Menghin, que con el colaborador de turno, cumplía su
tarea programada.
La participación estudiantil, acorde
con la época, no contaba.
Los interesados, que los había,
tampoco contaban, como no habíamos
contado nosotros,
con igualdad de oportunidades para acceder
a
esa suerte de “círculo” que permitía la posibilidad de
entrar en la especialidad. Hubo sí, otra vez, encaminado
por Casanova, viaje
de estudios con alumnos de la
Carrera de Historia a visitar el Pucará y lugares de la
Quebrada de Humahuaca que dejaron su recuerdo
en
una placa colocada en e1 Salón de la Bandera, en la Casa
de Gobierno de Jujuy. Y uno que realizó el suscripto,
con dos alumnas, de recorrida y reconocimiento de yacimientos
clásicos, desde La Rioja
hasta la Quiaca, a lo
largo de los valles Calchaquíes, como información
previa
para trabajos posteriores allá por el verano de 1955.
De los dos alumnos participantes, uno era integrante del
personal del Instituto y colaborador de la Cátedra. Promediaba
el año 1955 cuando la situación político social
del país entró en una nueva crisis de poder hasta que en
setiembre , quebrado el orden institucional, se instauró
un nuevo gobierno. Como no podía ser de otro modo
la repercusión en la Universidad de Buenos Aires fue
notoria. No es la oportunidad de analizar el fenómeno
en toda su amplitud pero sí de informar e interpretar
el eco particular que tuvo en nuestra especialidad y en
nuestra casa. Imbelloni,
a quién se permitió “por gracia”
renunciar y acogerse a los beneficios de la jubilación,
dejó de orientar Museo e Instituto de Antropología,
“sacrifié a la politique toute-puissante” dicho así, para
glosar algunos de sus juicios antropológicos. Casanova,
en situación
bastante semejante, debió dejar el Instituto
de Arqueología y su cargo de Asesor del Decanato,
en lo vinculado con el Pucará de Tilcara. Ambos dejaron
sus cátedras. Sus lugares fueron cubiertos por Salvador
Canals Frau y Fernando Márquez Miranda, con
sus adjuntos,
que fueron respetados, Marcelo Bórmida y
el suscripto, respectivamente,
hasta el próximo llamado
a concurso. Este último, reemplazó interinamente, en la
Dirección del Instituto de Arqueología, al renunciante,
Eduardo Casanova. El funcionamiento y la estructura
general de la Casa, no f ueron demasiado alterados ni
fueron demasiadas
las arbitrariedades, si las hubo. Casi
podría decirse que la Arqueología hasta fue favorecida.
Al César, lo que es del César. El Interventor conocía la
Casa, la especialidad y cómo trabajábamos. Era Alberto
Mario Salas.
A partir de 1956, regularizados los cursos, la enseñanza
de la Arqueología sufrió algunos cambios, no muchos,
ni tampoco definitivos
pero que fueron facilitando
las cosas. Se renovó un poco el espíritu
de la materia, se
actualizaron los conocimientos y se fueron incluyendo
nociones teóricas y metodológicas que abrieron el campo
para los interesados y completaron el panorama de
la especialidad, sobre todo en la arqueología argentina.
Los trabajos prácticos
semanales, con clases organizadas
y contacto con los materiales permitieron mayor espacio
de maniobra y manejo de la bibliografía. La Cátedra
funcionó armónicamente, con su profesor titular, su adjunto
y los primeros auxiliares docentes, al servicio de la
Carrera
de Historia, con una dimensión más amplia, en
un marco antropológico
y no rutinario y sólo informativo.
El titular, Márquez Miranda,
de la vieja generación
de maestros de los Difrieri y Salas, que dejaron el campo,
fue 1o suficientemente amplio y consciente para dejarnos
en lïbertad de acción e iniciativa a quienes éramos “los jóvenes” de hace veinte años. Una vez más, repetimos:
al César lo que es del César. La Facultad se dividió en una serie de unidades
docentes, una de las cuales fue
el Departamento de Ciencias Antropológicas. Junto con
el Instituto de Antropología y el Instituto de Arqueología,
vivían en el Museo. Y sin él, no hubieran existido,
aunque su importancia fuera obscurecida por aquellos.
Cabe agregar que el autor fue el primer secretario de esa
unidad docente que
incluía a Geografía.
La investigación también acusó cambios, no todos los
que hubieran
sido indispensables. La creación del lnstituto
de Arqueología
en su momento fue cuasi ad personam.
Nunca tuvo ni instalaciones
ni dotación de personal
ni presupuesto particular. Las posibilidades
de
fondos y/o de publicaciones dependían de la “fuerza” del solicitante o del “favor” de la autoridad de turno.
Así como no había —según dijimos— un plan de tareas
concreto, con objetivos de corto, mediano y largo plazo,
tampoco había —no lo hay hoy tampoco— un presupuesto
adecuado ni los medios materiales provistos que
se hubieran necesitado para cumplirlo. Pero, dentro de
las posibilidades,
se tomó contacto con el campo en distintos
lugares, con su director a la cabeza, para ir planteando
una nueva problemática
(Tolombón, Alfarcito,
Yakoraite, largas y menudas prospecciones
entre Volcán
y La Huerta, valle de Lerma, La Rioja, borde oriental de
1a Puna, etc.) a la luz de los nuevos conocimientos. Trabajos
de gabinete complementaron estos comienzos con
entusiasmo.
La participación de estudiantes también acusó un
cambio. Para el verano de 1958, siempre con alumnos
de Historia, la Cátedra cumplió un viaje de estudios
a Jujuy, con destino a la Quebrada de Humahuaca. El
viaje se hizo con el prof esos Titular, que siguió a Ecuador,
quedando el contigente a cargo del suscripto en su
calidad de profesor adjunto. Durante diez días fueron
recorridos, explicados
y valorados sobre el terreno, los
yacimientos más sígnificativos:
Pucará, El Alfarcito,
Huichairas, La Huerta, La Isla, Humahuaca,
Coctaca
hasta Inca Cueva. En otro nivel, el de interesados especialmente
en Arqueología, trabajaron con el suscrito
otros alumnos: T. Suzeck, Guillermo Madrazo, Amalia.
Sanguinetti y algunos egresados
ya, como Pedro Krapovickas, que luego tomaron su grado correspondiente y
hoy trabajan independientemente.
La publicación de los resultados sufrió mengua en su
posibilidad.
Cesaron las Publicaciones del Instituto de
Arqueología, un poco
antes de su desaparición. RUNA
absorbió algunas y otros órganos de expresión externos
también. La falta de regularidad en la publicación se
acentuó a partir de 1955 y es un lastre todavía hoy. En
cuanto a la desaparición del Instituto de Arqueología,
ocurrida a comienzos de la década del 60, no afectó mucho
la situación. Existía
sólo en los papeles, como dijimos
más arriba, a manera de “grado
honorífico” como
fue creado. Desapareció por razones “de palacio” hasta
de los papeles, cuando potencialmente pudo haberse
convertido
en una unidad significativa y amenazar así el “orden establecido”.
Al finalizar la década del cincuenta, en menos de un
lustro, algo habían cambiado las cosas. Tanto que se dan
las condiciones para que se cree una carrera de Antropología.
Una licenciatura en Ciencias Antropológicas,
que empezó a funcionar en 1959. Entramos así en otra
etapa que influiría en la especialidad que nos ocupa.
Sólo trataremos de ella en esta ocasión. En otra dimensión
lo hemos
hecho ya (Lafon, 1972). Y lo haremos en
otra oportunidad con mayor detenimiento. Contemporáneamente
se crearon otras carreras, como Psicología o
Sociología, para no citar sino dos. Ambas respondiendo
a. expectativas, deseos y anhelos de los estudiantes
o interesados.
No ocurrió lo mismo con Antropología. Esta
nació”de arriba para abajo”. Fue elaborada y armada,
propuesta y sostenida por profesores e interesados, pero
no respondió a iniciativa
estudiantil ni al servicio de necesidades
vigentes. No porque no existieran, sino porque
se canalizó a través de personas
que salvo escasísimas
excepciones, se movían en un plano erudito,teórico
e intelectualmente europeizado y selectivo. Estamos seguros —esto es idea del que escribe, que algo tuvo que
ver en el asunto— que el profesor Mario Bunge, que fue
el padrino de la Carrera,
no había tomado razón de ello.
Pero ciñámonos a nuestro propósito
y analicemos cómo
repercute la Carrera de Antropología en la enseñanza
de la arqueología, en cuanto es una de las tres especialidades
que la integraban.
De acuerdo con el plan de esstudios, el estudiante de
Antropología que quería especializarse en arqueología
debía cursar un cierto
grupo de materias introductorias,
otro grupo de materias básicas y un tercer grupo
de materias optativas que variaban, según la orientación
elegida, para obtener el título de Licenciado en Ciencias
Antropológicas. La especialidad estaba dada por la materia
final: Cursillo de Especialización en Arqueología,
que duraba un cuatrimestre, exigía Trabajo de Campo,
sin especificar 1as condiciones
en que debía realizarlo, y
necesitaba de una adscripción a la cátedra respectiva, de
una duración de dos cuatrimestres, que tampoco estaba
demasiado clara ni bien reglamentada. Específicamente
arqueológicas, en más de veinte materias de curriculum,
sólo contaban:
Técnica de la Investigación (Arqueológica),
Prehistoria y Arqueología Americana, Prehistoria
del Viejo Mundo, Seminario de Arqueología y Cursillo
de Especialización, amén de la información previa general
que podía tomar en Introducción a las Ciencias Antropológicas.
Decimos “podía” tomar porque según se
tratara de cursos dictados antes de 1970/71 podía contarse
con tal posibilidad. Después, no.
Interesa conocer el contenido de cada asignatura y su
desarrollo
a través del tiempo, para entresacar la idea
aproximada de la enseñanza que recibía e1 aspirante y
de sus posibilidades de aprendizaje
y formación posterior.
No es nuestra intención ir más allá de los límites
que nos impusimos al titular a este acápite Pequeña
Historia, pero nos vemos obligados a tener en cuenta
imprescindiblemente, la función tiempo. Nuestro análisis
de contenido debe ser hecho en dos períodos: antes
de 1966 y después de 1966. El primero cubre 1959-1966
(primer cuatrimestre). El segundo, 1966 (segundo cuatrimestre)
1972. El año 1973 es una especie de reajuste. El
año 1974 es un año de Nuevo Plan. No trataremos de él,
sino que además de informar sobre lo anterior, explicaremos
el por qué de algunos cambios. Ahora analizamos
el primer período. Para que el lector tome sus prevenciones
y recaudos, dejamos expresa constancia que quien
va a cumplir con esta tarea tuvo a su cargo el curso de
Introducción a las Ciencias Antropológicas entre 1959
y l969; compartió con el profesor Márquez Miranda el
curso de Prehistoria y Arqueología Americana hasta su
muerte y luego, hasta hoy, lo tiene a su cargo como Prof.
Ordinario Asociado, desde 1961; ha dictado el seminario
de Arqueología, de la carrera en 1961, 1963, 1965, 1967,
1968, 1969, 1971, 1972 y 1973; y ha dictado los Cursillos
de especialización en 1966, 1970, l972 y 1973. Además, en
calidad de decano de los profesores de la especialidad en
la casa, es responsable en buena parte de la enseñanz
de
ella, en lo que se refería, en e1 primer periodo, a Prehistoria
y Arqueología Americana y Argentina, que aumentó en el segundo
período.
En el curso introductorio, el estudiante recibía un
panorama total e integrativo de la Antropología. La
arqueología ocupaba su papel en el marco de la teoría
antropológica y se daba especial tratamiento
a su rango
en los estudios históricos, culturales y sociales. Era informado
sobre su problemática general y sus principios
metodológicos fundamentales, como así también de los
elementos básicos de la técnica de la investigación.
En el curso de Técnica de la Investigación era iniciado
en la investigación teórica, podíamos decirlo así, al más
puro estilo europeo. En la clase y en los libros. Desde
cómo debe prepararse una expedición hasta la publicación, pasando por una tipología de yacimientos y nociones
de tipología, clasificación, faseología, corología y
cronología.
Dictada hasta casi finalizar el período por Menghin.
Divorciada de la realidad, sin práctica, sin experiencia
concreta, sin referencia salvo excepciones, a la problemática
del país y a lo que alguna vez hemos llamado “Fenomenología” de nuestros yacimientos. Una orientación
clara por sobre todo: histórica. Más claro: histórico
cultural. Véase en nuestras observaciones un análisis objetivo
que no ,juzga contenidos sino funcionalidad para
quien aspiraba a ser arqueólogo.
Análisis que confirma
algo que dijimos más arriba acerca del nacimiento de
la Carrera. Se trataba de una materia f undamental en
cualquier plan de estudios de arqueología, dictada con
solvencia, capacidad y dignidad. Pero su finalidad específica
no se cumplía. El alumno terminaba este curso,
lo aprobaba medianamente o brillantemente, sin pisar y
sin ver un yacimiento y sïn conocer las reglas elementales
para recoger restos materiales allí y entonces. Sí, en
el papel o en los libros. Y nosotros necesitábamos otra
cosa. Al finalizar el período, durante la gestión como
Director del Departamento
de Ciencias Antropológicas
del suscrito, tomó a su cargo el curso de técnica de la
Investigación el Lic. Antonio Gerónimo Austral, luego
de una estancia de perfeccionamiento en España. Eran
sus primeras armas, pero sabíamos lo que queríamos.
Su curso afinó la puntería hacia la meta. Teoría, práctica
con materiales, tipología
con artefactos, práctica de
carmpo, un poco “a ponchazos”, pero era lo que buscábamos,
lo que queríamos hacer bien. Fue la concreción
inicial de muchos anhelos, que desgraciadamente se vió interrumpida
apenas comenzada.
En Prehistoria del Viejo Mundo, dictada también por
el prof. Menghin, que para esos años había superado
bastante la barrera idiomática, el estudiante absorbía
información, era iniciado y conducido
por su profesor
desde los comienzos de la humanidad hasta los comienzos
de la historia por una sola corriente de pensamiento
y con una orientación clara y precisa por su propio creador:
Menghin. El signaba con caracteres indelebles nuestra
Prehistoria del Viejo Mundo. Y podría haber ocurrido
lo mismo en la Arqueología Americana
luego de su
obra fundamental (Menghin, l957) pero no fue así. Su
curso era uno de los pilares formativos, general, erudito,
macizo, a veces pesado por una falencia de nuestros estudiantes:
leer casi siempre sólo en castellano. Daba un “sello” coherente con la etnología europea, que también
predominaba en la Casa, en desmedro de mucha información
que pudo haberse dado: su prehistoria ecuménica,
su modelo, había incorporado al hombre americano
al esquema mundial. Sus trabajos, como la bula del siglo
XVI, hicieron al aborigen americano
prehistórico, hombre
prehistórico. Era una nueva concepción amplia, totalizadora,
generosa, que daba unidad total y permitía ver
claro. Pero no todo era tan simple como veremos en ootro
acápite, cuando tratemos de metas, objetivos y fundamentación.
Era la “Prehistoria” por antonomasia, que,
aunque en la carrera de Antropología, constituía el complemento —no la base— de la historia que se estudiaba
tradicionalmente en nuestra Facultad.
En Prehistoria y Arqueología Americana después del
cambio al que nos referimos más arriba el curso se estabilizó en contenido y nivel de exigencia. El estudiante
era iniciado en la problemática del hombre americano,
y en las grandes síntesis de la prehistoria americana. El
modelo Menghin. El modelo Willey y Phillips. El modelo
Willey. Se estudiaban en particular las industrias
precerámicas más importantes. Se alternaban algunos
temas como S.O. de Estados Unidos con el S.E. o la
costa N.O., Mesoamérica y Perú. Según las épocas, Colombia,
Ecuador, Chile o Brasil. La mitad del curso era
para Arqueología Argentina, que no tenía curso especial.
Conocimientos actualizados,
unidades geográficas
precisas, diacronización y contacto hispano indígena
se trataban en clase y se completaba con bibliografía.
Guías analíticias con bibliografía especial se facilitaban
a los alumnos. Los trabajos prácticos ponían en contacto
con materiales,
material ilustrativo y lectura y comentario
de textos. El curso era formativo y crítico. Se abría
un panorama en abanico. Daba el esqueleto que el estudiante
llenaba. Visión abierta y clara, no unilateralizada
en ningún sentido. La evaluación y el desarrollo
era —y es— controlada y supervisada por el profesor a
cargo. Exámenes parciales de concepto y no de detalle.
Exámenes finales exhaustivos, de evaluación y medida
de aprovechamiento. Diálogo y tratamiento de bibliografía
de lectura obligatoria. Los resultados, alentadores
y luego buenos. El curso empezaba a ser funcional para
una Carrera de Antropología y chocaba con la Carrera
de Historia porque no estaba a su servicio ni coincidía
con la orientación tradicional. Tanto es así que más de
una vez tuvimos discrepancias con alumnos de la Carrera
de Historia que ya habían asimilado una especial
forma mental en la que no entraba nuestra Arqueología
Americana. Como prueba de este estado de cosas puede
verse el plan de estudios de la Carrera de Historia, reformado
y vigente hasta 1973: Prehistoria del Viejo Mundo
y Prehistoria y Arqueología Americana estaban de “complemento” y se podía optar entre una u otra. Es casi
inverosímil, pero así era.
El Seminario de Arqueología, concebido no como un
curso más, sino
en su debida dimensión, fue dedicado
tradicionalmente a profundizar
temas de Arqueología
Argentina, que no contaba con un curso especial.
Versaron
sobre temas específicos precerámicos que dictaron
la Sra. Amalia S. de Bórmida, o el prof. Dr. Bórmida o
alfareros, dictados por el autor. En todos ellos se trabajaba
con series materiales: lecturas obligatorias, crítica,
etc. No hubo nunca en los seminarios de curriculum de
la Carrera unidad de criterio para su desarrollo y evaluación. Con el andar del tiempo, en muchos casos, se
convirtieron en una materia más o en el rito formal de
aprobar una monografía. El Seminario ds Arqueología
fue estabilizándose
con ritmo y exigencias varias. Enfatizamos
en la lectura crítica, en la exposición verbal y escrita,
en el trabajo de grupo y en temas de monografía de
utilidad general. Para 1965, los resultados fueron alentadores
y el aprovechamiento, equivalente. Partímos de
la convicción de que quien llegaba a nivel de Seminario,
debía probar su vocación, su fuerza y su capacidad.
Hubo no poca resistencia en algunas ocasiones, pero
bien pronto se admitieron y se respetaron
las reglas del
juego implantadas. Así llegamos a 1966.
El cursillo de especialización era la culminación. Fue
concebido al redactar el Plan de estudios con una amplitud
que luego se tergiversó y se trastrocó, por cuanto el “espíritu” con el que se concibió no fue vertido por escrito
en la reglamentación. El tema respondería a las inquietudes
de los alumnos interesados en la especialidad
que fuera, que se pondrían de acuerdo con un profesor —no tal profesor— dispuesto a dictarlo. Así se explica
que el primer cursillo de Especialización en Folklore lo
dictara el autor en 1963. Además, se había pensado en la
promoción a manera de Seminario, o sea conceptoy asistencia
y monografia. No en examen. También se pensaba
en el Trabajo de Campo, previo o simultáneo, dirigido
por su profesor. Nada de eso fue en el texto. Nada
de eso se hizo, salvo en ciertos casos. Cuando se planteó la consulta de Bedelía para saber
qué días había examen
de Cursillo la primera vez que se dictó, el Prof. a cargo
respondió por su cuenta “tal dia”. Así quedó impues to
el examen de cursillo. Más adelante, se planificaba la actividad
docente y se ofrecía “Cursillo A” y la gente lo
tomaba. No pedía ni exigía. Cursaba el que venía. Por
supuesto, que con excepciones.
No pocas de las frustraciones estudiantiles que conocemos
los viejos profesores nacen de ahí. Cosa semejante
ocurría con el Trabajo de Campo. Aparte de la falta de
fondos, se llegó a una desnaturalización tal en el cumplimiento
de esta exigencia, que no es del caso insistir.
Esta
aparente disgresión era necesaria también para entender
cómo funcionaba el curso final de especialización para
un licenciado
en Antropología. Así se explica cómo Antropólogos
Culturales (o Sociales, como gustan llamarse)
tomaron su cursillo de Especialización
en Arqueología
para recibirse lo antes posible.
Los Cursillos de Arqueología dictados escaparon por
lo general a este panorama. Para 1966, se habían dictado
uno, a cargo de1 Prof. Bórmida; otro, a cargo del Prof.
Menghin y el tercero, dictado por el autor. En este hubo
trabajo de campo previo y posterior a su desarrollo. Los
alumnos que lo cursaron, salvo uno, dedicaron su esfuerzo
profesional a la arqueología, con fortuna diversa.
Cuatro de ellos integraron con el autor un grupo de
trabajo
de Arqueología que cumplió intensa labor en el
período siguiente.
Los dos cursillos citados en primer
término respondieron claramente
a la misma orientación
que regía el Instituto de Antropología y las cátedras
a cargo del Profesor Menghin, como asimismo la orientación
no arqueológica de la Carrera, especialmente, la
Etnología.
Hasta aquí el estado de la enseñanza de la arqueología
en el período 1959~1966 (primer cuatrimestre). Estimamos
que la información
no era deficiente. Quizás el
niveldocente no era uniforme.Podemos compartir o no
la prevalencia de determinada corriente de pensamiento
que limitó, cercenó o castró muchas vocaciones en
algunas especialidades, pero la orientación cumplía su
cometido. Había una grave falencia: la práctica de campo,
que se suplía por la buena voluntad y trabajo extra
cátedras. La falta de reglamentación adecuada, más la
inconsciencia de algunos estudiantes y la debilidad
de
algunos responsables de curso, permitió muchos abusos
y contribuyó a la existencia de antropólogos sin contacto
con la realidad, tema en el que no insistiremos, como
dijimos más arriba.
La investigación arqueológica no fue sensiblemente
modificada con la institucionalización de la enseñanza,
porque corrían por vías separadas, aunque esta situación
pueda parecer curiosa o paradójica. En efecto, si funcionaba
una orientación específica en Arqueología, con una
asignatura especial: Técnica de Investigación, Seminario
y Cursillo de Especialización con vigencia de Trabajo de
Campo, parece lógico pensar en una institucionalización
equivalente
en la investigación, no sólo en función propia,
sino en función de la docencia, tanto de la docencia
antropológica oomo de la enseñanza de la investigación
y de la. preparación de los futuros investigadores.
Y no
ocurrió así. Por circunstancias no del todo claras, el Instituto
de Arqueología que existía, como ya dijimos, apenas
más allá de los papeles, desapareció. La iniciativa de
la investigación
quedó a cargo del profesor que fuera su
director, que canalizó así la apetencia de algunos alumnos
y algún egresado que se vincularon directamente con él, a los que se sumaron otros alumnos interesados en la
experiencia de campo, en los primeros años de la década
del sesenta. Fueron años duros, de aprendizaje militante,
en los que el suscrito —porque de él se trata— hizo de
agente catalizador
para concretar no mucho por cierto,
el interés en la. práctica de campo, no sólo en el campo
arqueológico, sino también en la antropología Cultural
y Social y el Folklore. Lo que se hizo, bien o mal, sólo
fue posible mediante 1a buena voluntad, el entusiasmo
y el prorrateo de gastos entre ambas partes. La Facultad
propiamente dicha, siempre apoyó y financió —en parte
al menos— todos los trabajos. Una situación muy particular,
que hizo que estudiantes de inclinaciones, apetencias
y aspiraciones muy dispares, convergieran en un
centro, sobre la base de relaciones personales y profesionales,
alrededar de una Cátedra. No compete al autor la
función de juzgar, puesto que él formaba parte de esa “situación”. Prueba de esas actividades
y de su peculiar
funcionamiento, puede ver el lector en Antropológica,
Nº 1 y 2; Lafón (Punta Corral; Huichairas y otros). Esta “situación” entra de lleno en el tema de la participación
de los alumnos que trataremos más adelante.
El Instituto fue tomando posiciones cada vez más definidas
en su campo de investigación. La arqueología
de Patagonia fue uno de sus centros de actividad. La labor
de Menghin se va concretando en sus trabajos y a
su vera, Bórmida, primero y la Sra. Sanguinetti de Bórmida
después, hacen sus primeras armas y siguen las
rutas por él trazadas. Prevalece una orientación única y
un liderazgo único. Es la concepción de la Prehistoria
Menghiniana que se complementa con una Etnografía
y una Etnología del mismo cuño. La producción escrita
es la mejor prueba de esta aseveración: basta con leer
los autores mencionados. Tampoco aquí es la oportunidad
de ser jueces. Pero sí de hacer notar que en el primer
lustro de la década en cuestión
los comienzos de la
masificación y las condiciones políticosociales
del país,
más las expectativas estudiantiles (Lafón, 1972, lecc.l0)
empezaban a cuestionar los contenidos y la orientación
de la carrera y a exigir información actualizada sobre
el pais y su problemática. También en ese momento tomamos
posiciones, como lo hicimos más tarde. No de
negación ni de repudio, sino de respeto pero exigiendo
el tratamiento de temas concretos, reales, nacionales.
A
menos ds diez años de funcionamiento, mejor dicho, a
seis años de creada la licenciatura, fue cuestionada..Resulta
fácil explicarse la situación. Nació “de arriba para
abajo” y las expectativas
de los interesados empezaban
a frustrarse, apenas con media docena de egresados, que
tomaban razón de sus falencias.
La investigación arqueológica del Instituto de Antropología
puede leerse y es de fácil acceso. Fué acogida
ampliamente en el país y en el exterior, en Italia y España.
En alguno de los trabajos que integran esa nómina
se habla de 1a “Escuela de Buenos Aires” con relación a
la Arqueología de la Casa, como de algo concreto, real,
existente, funcionante, institucionalizado y admitido
por la generalidad. La realidad no era, ni lo es, para ser
entendida así. Distaba —y dista mucho de serlo—. Fue,
sin duda, una afirmación vehemente y acrítica sobre un
momento en el devenir de la arqueología argentina.
Es
también una afirmación de presencia, consecuencia de
la necesidad
de respaldar con una Institución el acceso a
revistas especializadas
del Viejo Mundo, fruto de la labor
de Menghin, para esta lejana Prehistoria del Cono
Sur. Hemos oido de boca del mismísimo profesor Martin
Almagro decir: “Si tal artículo no hubiera traído la firma
de Menghin, hubiera ido directamente al canasto, no
lo hubiéramos leido”. Versión no demasiado lejana del “Hispanica non legumtur” que presta singular prestigio
a los artículos publicados en el extranjero y en lengua extranjera.
No existe tal Escuela de Buenos Aires. Estamos
queriendo hacerla. Pero no de Buenos Aires, sino Argentina,
del país y para el país. No existía una ïnvestigación
planificada al servicio de intereses colectivos ni tampoco
estaba organizada la capacitación técnica de los futuros
investigadores. Había investigadores con su meta individual
y sus intereses personales, que no trascendían
más allá de un reducido núcleo de “iniciados” o colaboradores
directos y de un cierto número de amanuenses
al servicio de aquellos. No era lo que se conoce
como “la
vida de Instituto” ni la identificación con la Institución
de la que se forma parte. Era la identificación con la persona
o las personas, no con la comunidad universitaria.
La participación de los alumnos en la actividad docente
y/o de investigación no estaba institucionalizada.
Había una de las categorías de personal docente auxiliar,
ayudante de segunda, a la que tenían acceso por concurso
estudiantes con más del cincuenta por ciento de
las materias aprobadas, y tenían su representante en la
Junta Departamental,. pero eso no era suficiente. El acceso
a la investigación quedaba reducido a mucho menos
porque no se pensaba en ello. La relación profesor
alumno era puramente formal y académica. La transformación
en algo vivo e interrelacionado, estaba en sus
comienzos, como indicamos un par de páginas atrás a
propósito de la investigación. Las posibilidades de vincularse
a una cátedra, a algún trabajo, o a unidades de
investigación mayores,
como Institutos, por ejemplo,
descansaban nada más que en el interés del alumno y
su iniciativa o en la “invitación” por parte del profesor.
Como se entiende, un sistema no del todo adecuado a
las necesidades. Condicionado por la apertura del profesor,
la falta de contacto con sus alumnos y el espíritu
predominante —todarvía
hoy— proclive al elitismo, o la
no exclaustración del conocimiento,
al alejamiento de la
realidad y a la no frecuente sensibilidad
para los problemas
nacionales. La inquietud estudiantil por modifïcar
este estado de cosas se concretó rápidamente y culminó en un Anteproyecto de Reforma del Plan de Estudios,
canalizado a través de ásperas tratativas en la Junta Departamental,
y llevado finalmente
al Decanato, durante
la gestión como Director del Departamento
del autor de
este trabajo. Los carnbios institucionales de 1966 dejaron
sin efecto el proceso, en vísperas ds su aprobación por el
Concejo Directivo de la Facultad.
Este tema, la participación estudiantil, que motiva
discrepancias
y resistencias en nuestro medio, tanto en
niveles docentes como
en la investigación, nos permite
referirnos a dos acontecimientos de gran significado que
tuvieron lugar en el período que estamos tratando, cuyo
denominador común estuvo dado por la repercusión, la
presencia y la participación de gran número de estudiantes.
Uno de ellos fue la Primera Convención Nacional
de Antropología, que sesionó la primera parte en Carlos
Paz (Córdoba ) en 1963 y la segunda en Resistencia
(Chaco) en 1965, esta última con la Vice Presidencia del
autor. El otro fue el XXXVII Congreso Internacional
de Americanistas, que sesionó en Mar del Plata en 1966. En
ambas el sello distintivo f’ue la participación estudiantil,
que en ese nivel, no sólo no fue resistida sïno encomiada
por las mismas personas
que a nivel académico, si no se
oponían directamente, por lo menos no facilitaban las
cosas. En ambas estuvo representada la Arqueología del
Museo con sus dos corrientes, si es lícito denominarlas
así. De la lectura atenta de los documentos publicados
surgen con claridad observaciones que no escaparán al
agudo juicio del lector, en las que no insistiremos. En
ambas, la intervvención activa estuvo dividida. En las
reuniones del ámbito nacional, los investigadores
responsables
y principales de la línea mantenida por el
Instituto
de Antropología, no intervinieron, ni siquiera
asistieron. En e1 de participación internacional, no sólo
asistieron sino que intervinieron activamente, mientras
que los investigadores responsables de la Arqueología a
través de la cátedra, asistieron, como asistieron también
alumnos que se iniciaban, contribuyendo con una comunicación
sobre industrias líticas de Sierras Centrales,
que fue leída por ellos mismos.
La creación del Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas, cuyo primer presidente fuera el
desaparecido Dr. Bernardo
Houssay, contó entre sus
Comisiones Asesoras, una para Antropología
y para
Historia. Dentro de la primera cae de lleno nuestra especialidad
y es oportunidad de poner de manifiesto que
resultó favorecida
la arqueología institucionalizada, no
sólo con subsidios sino con cargos en la Carrera del Investigador.
Esta aseveración no debe ser entendida como
un comentario reticente y suspicaz, sino que responde a
una posición absolutamente personal —compartida por
muchos de sus colaboradores— del responsable de la
Arqueología a través de la Cátedra, que entendía y entiende
que las condiciones imprescindibles y la financiación
necesaria para la investigación arqueológica de la
Universidad de Buenos Aires, así como la jerarquización
de sus autores deben ser a expenssas de su alma mater
y no juzgadas, calificadas y mantenidas por otras instituciones,
hasta tanto no exista un organismo que ejecute
una Política Nacional de Investigación Antropológica de
jerarquía Nacional, en función de una Política Educacional
Nacional que planifique la Política Universitaria en
ese aspecto, con la autonomía del caso. La centralización
de este tipo de ordenamiento,
calificación y financiación
cuando no existe una Política Nacional del Ramo y cuando
las personas responsables de la adjudicación
de los
aportes y de los grados y/o cargos están sujetas a las
variaciones de la otra Política o son designadas por el
cargo que ocupan o integran cuerpos de especialidades
que no dominan exactamente
o le alcanzan las generales
de la ley, hace que muchas veces su acción se tergiverse.
Esta argumentación va referida especialmente al ámbito
de la Antropología, Arqueología incluida, donde todavía
la prafesionalización no ha tomado cuerpo, donde el
amateurismo debe
ser desterrado y donde todavía medran
los audaces e irresponsables,
a la sombra de ciertas
figuras o gracias a la complacencia de otras, cuando no
gracias a notoria obsecuencia.
Al finalizar el primer período que hemos propuesto
para hacer el análisis de contenido se advierte que existe
una toma de conciencia concreta de la necesidad de
cambiar la situación existente como oondición indispensable
para mejorar y adecuar la antropología de nuestra
Licenciatura —incluida la arqueología— a nuestro país
y a nuestras necesidades. La nueva ruptura del orden
institucional en junio de 1966, repercute, como es lógico,
en el funcionamiento de nuestros cursos, con efectos
dispares, que tipifican el segundo período propuesto,
desde el segundo cuatrimestre de 1966, hasta el segundo
cuatrimestre de 1972, inclusive, que tratamos inmediatamente.
Durante el segundo término lectivo de ese año 1966,
se dictó el Cursillo de Especialización en Arqueología,
mencionado páginas atrás, que marcó un hito decisivo
en la enseñanza y en la investigación arqueológica de
la Casa, sobre cuyos resultados discurriremos más adelante,
pero que es útil poner en evidencia. En las clases
teóricas el profesor a cargo (el autor), como resultado
de su anterior experiencia en los Seminarios, reemplazó definitivamente la exposición magistral por sesiones
de lectura crítica de la bibliografía sobre el tema central,
exposisiones de los alumnos, diálogo profundo y síntesis
conceptuales elaboradas en conjunto, no sólo como
exposición sino como práctica y adquisición de habilidad
de exposición, de manejo claro de oonceptos claros,
con resultado completamente satisfactorio. En el trabajo
de campo, procedió de igual modo; inició allí la aplicación
de la técnica de excavación, explicada y aplicada
sobre el terreno, de aouerdo con las exigencias metodológicamente
imprescindibles para rodear de1 mínimo de
garantías necesarias a la recolección de los materiales,
como así también la documentación complementaria y
la redacción ordenada y sistemática de los protocolos.
Los alumnos que tomaron ese Cursillo de Especialización
cumplieron
todos y cada uno de los requisitos
impuestos con entusiasmo y dedicación, contribuyendo
con su buena voluntad e interés al mejor cumplimiento
de las metas propuestas por el profesor. Fue un esfuerzo
común en el que ambas partes se complementaron
y el suceso logrado
f ue de todos. Unos más que otros,
seguramente, pero en conjunto, fue posible gracias al
trabajo en común. La convivencia, el contacto,
el diálogo
y la aparente identidad de metas y objetivos trajo
como corolario 1a constitución de un grupo de trabajo
de Arqueología,
del que formaron parte los alumnos que
cursaron, excepto dos de ellos, que inició inmediatamente
sus tareas, a partir de 1967, eligiendo como centro de interés al Nordeste Argentino, según un plan de trabajo,
con objetivos mediatos e inmediatos.
El curso de Prehistoria y Arqueología, continuó dictándose
normalmente según las directivas de su profesor,
ya enunciadas, manteniendo
al dia la información
y conservando el nivel de exigencias imprescindible,
como así también enfatizando los principios teóricos y
su integración de servicio de la Antropología. La ausencia
voluntaria del profesor Austral impidió la afirmación
de la orientación iniciada en la Cátedra de Técnica de la
Investigación, porque el curso no se dictó. Finalmente
por presión del alumnado en condiciones de tomarlo,
volvió a dictarse con resultados no del todo capitalizables
y sin una planificación de objetivos. El curso de
Prehistoria del Viejo Mundo quedó a cargo de la Sra.de
Bórmida, que siguió el camino ya fijado por su antecesor
en términos generales, sin mayores innovaciones, pero
con apertura a otras concepciones, como Childe, por no
citas sino una representativa.
El Seminario de Arqueología dictado en 1968 afirmó la orientación
docente y práctica de los anteriores, mejorada
en el Cursillo de 1966. El profesor a cargo, secundado
por el personal docente auxiliar
de su Cátedra, integrantes
a su vez del grupo de Trabajo recientemente
oonstituido, sacó a los estudiantes al.campo una vez por
semana obligatoriamente, no sólo para cubrir las falencias
del curso
de Técnica, sino en función de completar
la formación del alumnado.
Fueron ejercitados en manejo
de cartas, en levantamientos expeditivos
y en la excavación
de yacimientos modelo como Túmulos de Pilar,
Campana, Guazunambí y otros semejantes. Esta nueva
manera de encarar la enseñanza, continuó ejercitándose
en los años posteriores, lo que permitió que más de un
alumno verificara o descubriera su verdadera posición
respecto de la disciplina, única que hasta el momento
era asi encarada, con participación activa de los propios
interesados.
El Curso de Técnica de la Investigación del año lectivo
de 1970 fue encargado por las autoridades del Departamento
al profesor de Prehistoria y Arqueología Americanas,
con los mismos colaboradores que lo secundaron
ya desde 1968, uno de ellos, el licenciado Chiri, como
profesor adjunto, y el otro, el licenciado Orquera, como
jefe de Trabajos Prácticos, a los que se agregó un nuevo
colaborador, como auxiliar docente, el alumno Ernesto
Piana. El curso fue planteado como teórico-práctico desde
el principio. Además de las clases magistrales y trabajos
prácticos, se impuso la práctica de terreno obligatoria
una vez por semana. La planificación implantada empezó el primer curso, por la información previa sobre
conocimientos fundamentales de geología y geomorfología,
utilización de cartas geográficas
y mapas geológicos,
manejo de instrumental para planimetría y excavaciones
con práctica directa. A ello se agregaron el
conocimiento
de la técnica de las industrias humanas
primitivas, metodología
del tabajo de gabinete y normas
para la elaboración de los informes.
Además de las salidas
semanales, se hicieron algunas más largas,
de tres
a cinco días, como para ir creando las condiciones para
campañas futuras y el hábito de la vida en común, con la
mira de ir seleccionando de entre todos los participantes,
a los arqueólogos en potencia.
Fue lo que bien podría llamarse un Curso Piloto, que
motivó curiosidad
en algunos, atención y atracción en
los estudiantes que vieron en él una manera de ir haciendo
lo que muchos deseaban o tenían
como expectativa;
preguntas en otros, que no se explicaban por qué eso se hacía en cierta Cátedra y en otras no; suspicacias
en otros que no se explicaban por qué hacíamos eso, si
no era por demagogia o muchachismo. Sin que faltara el
comentario malévolo del. propio claustro, que comentara
despectivamente esta “arqueología de f’in de semana”.
La culminación del Curso fue una campaña de tres
semanas de excavaciones en Florencia (Pcia. de Santa
Fe) a casi mil kms. de Buenos Aires, abierta a todos los
que cursaron ese cuatrimestre, dirigida por el Profesor
a cargo y sus colaboradores. Convivencia de un grupo
de profesores y alumnos, en un campamento de trabajo,
en un yacimiento virgen, con participación activa de los
estudiantes en un trabajo de investigación. La financiación
fue prorrateada entre
la Facultad, que facilitó fondos
para mantenimiento y viáticos, y los alumnos que
pagaron sus gastos de viaje. Demostramos que se podía
hacer, que la enseñanza era activa, y e1 aprovechamiento
mucho mayor. No fue un “viaje de estudios” a la manera
tradicional, sino una campaña de trabajo colectivo.
Retomábamos así la vieja tradición de las campañas de
Kipon o Pampa Grande en dimensión acorde con las necesidades
y expectativas estudiantiles. Concretamos específicamete
una línea de trabajo basada en el trabajo en
común, un orden establecido,
la experiencia planificada
y, por sobre todas las cosas, el respeto por el estudiante
y sus derechos, que no produjo sino los resultados esperados:
el respeto mutuo, la camaradería y, en muchos
casos, la amistad. Iniciábamos un estilo de vida no tradicional
en la enseñanza y práctica de la arqueología.
Los cursos da Técnica siguientes, en 1971 y 1972, nos
permitieron
perfeccionar el sistema. Los alumnos del
curso de 1970 que se distinguieron y demostraron su inclinación
por la disciplina, se convirtieron en nuestros
colaboradores en el más amplio sentido, tanto en las
prácticas iniciales, de cartas y planimetría, como en la
excavación propiamente dicha, vigilando, ayudando y
enseñando ellos también a sus compañeros, no sólo en
el Curso de Técnica, sino en los Cursillos y Seminarios,
aumentando al mismo tiempo su experiencia. Empezaba
así a tomar cuerpo una de nuestras metas más lejanas y
difíciles: el semillero para nuestras necesidades futuras
y para la futura arqueología.
El curso de Técnica de 1971,
previo un ensayo de diez días de trabajo a orillas del rio
Luján en Escobar, cumplió su campaña de tres semanas en Florencia, como el curso precedente. A ellos se sumó
un grupo del curso anterior, seleccionado por su dedicación
y desempeño.
La experiencia acumulada en cursos y seminarios hizo
que el profesor a cargo, en oportunidad de dictar el curso
en el año lectivo de 1972, iniciara una nueva etapa.
Los aspectos técnicos propiamente
dichos eran ya controlados,
no mecánicamente, sino adecuados a las características
y problemática de nuestros yacimientos, tanto
que habíamos conseguido ya la técnica adecuada. Así es que para el curso a dictarse prestó especial atención
a los aspectos teóricos y metodológicos, con la mira de
adecuarlos a nuestra problemática y necesidades y no de
traspasar acríticamente un modelo extraño a ellas. enfatizando
los aspectos sociales, la elaboración de modelos
y el método histórico. La práctica de campo siguió con
la misma intensidad,
mientras que el número de clases
teóricas, aumentó de cuatro
a seis horas semanales. La
campaña de trabajo final, esta vez con más de treinta
participantes, se cumplió en Escobar (Pcia. de Buenos
Aires) porque las grandes inundaciones del Nordeste
habían cubierto Florencia y sus vecindades. Los resultados
continuaron siendo cada vez más apreciables. Para
fines del año 1972, la enseñanza de la arqueología estaba
encaminada y orientada en el nuevo estilo a través de
la unidad de criterio y de fines compartidos en Cursos,
Seminarios y Cursillos con diferentes niveles de exigencia
y madurez, a lo que se agregaba la respuesta y repercusión
entre el alumnado. Alrededor de esta unidad
docente, había ya una docena o más de estudiantes
entrenados
que constituían un grupo estable. Esta era, y es,
la arqueología que responde a la Cátedra de Arqueología
Americana, a cargo del autor, con sus colaboradores
directos ya mencionados, y la de Seminarios y Cursillos
por él dictados. Veamos ahora qué ocurría en el campo
de la investigación.
La línea de trabajo de la Cátedra sigue careciendo de órgano propio, aunque sus posibilidades trascienden ya
los límites de lo que la unidad Cátedra permite hacer. El
grupo de Trabajo de Arqueología,
independiente de la
Cátedra, pero con la dirección del profesor, concreta un
proyecto de trabajo de gran envergadura (Ver Actualidad
Antropológica, suplemento de Etnia, julio-diciembre)
que tiene como meta el estudio del Nordeste Argentino,
cuyos primeros aportes se publicaron en 1970 (Lafón,
l970) y en 1972 (Lafón, l972) y notas complementarias.
Ese Plan fue aprobado por la Universidad de Buenos Aires
y subvencionado por ella a través del Fondo Especial
para la investigación. De la lectura del plan citado y de
los trabajos publicados
puede extraerse una información
clara sobre la orientación de estos trabajos, sus metas de
largo plazo y la participación que en ellas han tenido y
tienen los alumnos. Los aspectos no arqueológicos
que
allí se contemplan pueden leerse en otras publicaciones
del autor (Lafón, 1969; Lafón, 1974). La posición de los últimos diez años también está explícita en el libro Nociones
de Introducción a la Antropología (Lafón, 1972).
La línea de investigación arqueológica
de la Cátedra, se
ubica en perfecta coherencia con la orientación y práctica
de la Arqueología que se enseña. Crítica, autocritíca,
lenta, fundamentada y no competitiva. Al servicio del
país y con sentido antropológico. Fruto de una experiencia
concreta y probada, que ha elegido el camino más
largo y más duro, no siempre fácil de comprender, que
se propone no repetir viejos errores y al mismo tiempo,
mirando al futuro para cuando se den las condiciones
a las que aspiramos. Así fue puesta en conocimiento de
colegas y de alumnos en el Segundo Congreso Argentino
de Arqueología, en Cipoletti, en mayo de 1972.
La línea de investigación institucionalizada a través
del Instituto
de Antropología, cobró nueva aceleración,
vinculada con la operación de rescate de los terrenos que
serían inundados por las obras de Chocón Cerros Colorados.
El Instituto, a través del profesor Bórmida y de su
esposa, la Sra. Sanguinetti de Bórmida, tomaron a su cargo
la tarea. La orientación general es poco menos la misma
pero completa y modifica el panorama de Menghin.
Calaboran con ellos miembros del personal del Instituto,
egresados de Antropología, que hacen sus primeras armas,
como así también gente del Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas que tiene allí su
trabajo. En ocasión de1 Congreso de Cipolletti, la Sra.
de Bórmida expuso la orientación precisa que sigue y su
propuesta de integración. Se trata
también de una tarea
lenta y no muy gratificante. Quizás es, por sus propias
características, un sector en el que se nota más una de
nuestras falencias: la falta de profesionalización, que
deberá ser superada en todos nuestros campos. No somos
jueces ni queremos serlo.
La separación interna y
la falta de coherencia entre ambas líneas
no es casual.
Es un producto de mucho de lo que llevamos consignado
hasta ahora. A nosotros nos toca superarlo. Y eso
requiere diálogo. Y para que haya diálogo deben darse
las condiciones y existir
la ïniciativa. Las condiciones están
dadas. La iniciativa ha sido tomada, pero todavía e1
diálogo constructivo no existe. Apenas si está por empezar.
No será nada fácil la unificación, porque las causas
están más allá de la ciencia. La divergencia —que no es
tal— se ahondó como consecuencia de los cambios político
institucionales de 1973, consecuencia también de la
falta de diálogo.
Al finalizar el segundo período de nuestro análisis de
contenido, desde 1966 a 1972, resulta evidente que han
cambiado mucho las cosas, pero que falta mucho todavia.
El cambio ha sido favorable tanto en la enseñanza
como en la investigación, pero se nota más en la primera.
La segunda padece de un mal que parece incurable: las
posibilidades de publicación. Pero hay algo más todavía:
falta en la investigación la planificación adecuada y
está casi ausente la formación de personal docente y de investigadores institucionalizada y obligatoria. No hay
semillero estable. Y en nuestros tiempos no se admite
la improvisación. Algo estamos haciendo. Algo hemos
hecho. Pero falta mucho. No se improvisa un estilo de
vida, así como
no se improvisa una clase o una investigación,
so pena de seguir subdesarrollados. La primera
fase es la profesionalización, que terminará
con trepadores,
colados, improvisados y charlatanes. La segunda,
es terminar con la competición por el descubrimiento más
antiguo o más insólito, o por el cargo honorífico. La tercera.,
es la humildad, la más difícil, quizás, de todas las
que hay que lograr.
Un paso importantísimo para lograr la profesionalización
ha sido la creación del Colegio de Graduados en
Antropología, que cuenta
ya con su personería jurídica
oficial. Y no es casualidad que buena parte de sus iniciadores
y de su primera Comisión Directiva sean arqueólogos.
Esta es la concreción de un viejo anhelo que
ya estuvo presente en la Segunda Parte de la Primera
Convención de Antropología reunida en Resistencia
(Chaco) en 1965, en cuyo transcurso una Mesa Redonda
se pronunció por una asociación de carácter gremial
y profesional en contra de Academias y Sociedades de
Antropología,
como las ya existentes, que van perdiendo
actualidad cada dia que pasa. El arqueólogo es un
profesional, como lo es el antropólogo. La era del aficionado,
del diletante, ha terminado. Los que todavía
quedan, deberían probar que sirven. Si no, deberán ser
exterminados como rémora si queremos salir adelante.
Así las cosas, y antes de añalizar el año 1973 es oportuna
una reflexión más y un anatema más fuerte aún.
Hemos discurrido acerca de la enseñanza y de la investigación
arqueológicas en nuestra Casa. Hemos visto las
exigencias mínimas de aprendizaje y de experiencia que
son necesarias. Hemos planteado que sólo la profesionalización
hará posible ocupar el lugar que nos corresponde.
Hemos probado que hay que terminar con la improvisación
y la charlatanería. ¿Es posible
entonces que
egresados de esta Casa, sin estar ni siquiera medianamente
preparados y otros sin la menor experiencia seria,
estén contrïbuyendo
a engañar a gente ingenuamente interesada,
dando cursos de Arqueología o de Técnicas de
la Investigación Arqueológica en Instituciones
que bajo
pretexto de popularizar conocimientos esconden sólo un
desmedido afán de lucro? ¿No es eso una estafa? ¿No es
una falta de ética profesional? Tienen un título, es verdad.
Peor sería que no lo tuvieran. Pero deben tener una
conciencia. Si esta se calla,
un dia hablará el Colegio de
Graduados. Porque en rigor de verdad,
son más peligrosos
los que esconden su ilustre medianía o su ambición
desmedida detrás de un título universitario, que todavía
es una llave maestra, que aquellos que honradamente
creen estar capacitados
para hacerlo.
El año 1973 fue un año signado por el acontecer político
que había llegado ya a uno de sus “picos” en esta
enorme caja de resonancia,
no siempre affiatada, que es
la Universidad y en especial nuestra Facultad de Filosofía
y Letras, para fines del año anterior.
También e1 deterioro
material y el deterioro funcional eran visibles ya no
sólo de puertas adentro, sino visible —y magnificado— desde el exterior. El desgaste inútil de la autoridad, o la
falta de ejercicio de la misma, cuando no la demagogia
embozada, sumada a la falta de representatividad de las
autoridades, al reemplazo del diálogo por lo monólogos,
nos llevaba a un callejón sin salida, en el que habíamos
desembocado al comienzo del año lectivo de 1973.
Por de pronto, la demora en la iniciación de los cursos,
no justificada por ninguna razón valedera, convirtió el
cuatrimestre en un bimestre escaso, con la repercusión
que es de imaginar para la regularidad de las asignaturas
a dictarse y para la preparación de los estudiantes.
Sin contar con el planteo de situaciones irritantes,
si no
injustas, según el leal saber y entender de mucha gente,
el autor incluído: se aprueba un curso reducido a la
mitad, casi un curso acelerado, en menos de dos meses
de clase, con seis horas semanales, de las que hay que
descontar paros sorpresivos, clases levantadas, etc. etc.,
cuando en situación normal (?) ese curso está concebido
para ser dictado en cuatro meses. Así que hay cursos con
cuarenta clases útiles de dos horas y otras, con la tercera
parte. La materia aprobada vale igual, lo que no es justo.
En el caso particular de Prehistoria y Arqueología
Americana, que se dictó el primer cuatrimestre, otra vez
las “razones de seguridad” esgrimidas en el ámbito del
Museo Etnográfico por sus autoridades, convalidadas
por la superioridad, hicieron que debiéramos
trasladar
las clases al edificio del viejo Hospital de Clínicas. No es
del caso poner en evidencia los inconvenientes que tal
situación acarreó, teniendo en cuenta el sentido de los
cursos que desarrollábamos, ni las incomodidades para
trabajar en situación medianamente decorosa con que
tropezamos, sino destacar que las condiciones imperantes
afectaban ya en su propia base, la tarea docente.
De
esto trataremos en la parte tercera, documentalmente.
El deterioro lento e inexorable avanzaba por corredores
y escaleras. Quienes levantamos las voces de protesta
y de reclamo, debíamos hacerlo ante personal no
docente, no calificado o sin poder de decisión. Las autoridades,
moraban en otro edificio. Y así cumplíamos
nuestra labor. Las razones de “seguridad” mencionadas
más arriba
con relación al ámbito del Museo Etnográfico,
llegaron a extremos
como el de cerrar con candado
los depósitos de Arqueología a los propios profesores de
la especialidad, que trabajábamos en la Casa, y a disponer
por la via jerárquica que a los estudiantes sólo se les
mostrara material duplicado o deleznable, fundándose
en la “seguridad” de las colecciones.
Ese primer cuatrimestre se dictó también Prehistoria
del Viejo
Mundo, que discurrió normalmente, en cuanto
el Profesor a Cargo dictaba regularmente sus clases en
el enunciado edificio de la calle
Córdoba. Y fue dictado,
por el autor, el Cursillo de Especialización en Arqueología,
que tuvo como tema central el estudio del Noroeste
argentino antes del siglo XVI y énfasis especial en la
situación
de contacto entre europeos e indígenas. Este
cursillo se desarrolló sujeto a las mismas condiciones
que el curso de Prehistoria
y Arqueología Americanas,
pero como el régimen de trabajo no es equivalente —según
ya hemos explicado — pudo cumplirse dentro de lo
previsto.
Contemporáneamente al desarrollo del cuatrimestre,
la situación política del pais aceleraba su curso, en
tanto que en nuestra Facultad proliferaban cabildeos y
reuniones para capear las situaciones futuras. Interesa
destacar en el ámbito de nuestra carrera, el traslado del
Instituto de Antropología al edificio de la calle Córdoba
y la acefalía del Museo Etnográfico por renuncia de su
director, cargo que no fue cubierto hasta muy avanzado
el proceso, pocos dias antes de la intervención de la Universidad
y de la Facultad y sus institutos. También hubo
insinuaciones y presiones para trasladar la Cátedra de
Prehistoria y Arqueología Americana y el lugar de trabajo
del profesor a cargo —el autor— al edificio de la calle
Córdoba, a las cuales se negó sistemáticamente. Este
primer cuatrimestre “reducido” terminó más o menos
regularmente en el plazo previsto por el Calendario Escolar,
que no sufrió mayor alteración bajo las nuevas autoridades.
En los primeros
dias de junio de 1973 se hizo
cargo e1 Interventor de la Universidad
de Buenos Aires,
que designó sus delegados en las distintas Facultades y
estas a su vez, en los distintos departamentos, institutos
y centros de investigación. Esto es historia tan reciente
que puede parecer obvio mencionarlos, pero lo haremos
en su orden: Rodolfo Puiggrós, Justino O’Farrel y
Guillermo Gutiérrez. Este último, licenciado en Ciencias
Antropológicas, tuvo en sus manos al Departamento de
Ciencias Antropológicas, al Instituto de Antropología
y al Museo Etnográfico. Daba comienzo así una nueva época para la Casa, de la que trataremos un poco más
adelante, en cuanto fue útil y en cuanto no lo fue.
La pequeña historia que estamos desarrollando, no
sólo por lo que hemos dicho en la Introducción sino también
por la complejidad y lo intrincado de los no muchos
hechos consignados, hace que la exposición se aparte un
poco de los cauces tradicionales, en cuanto los personajes
se mueven en el espacio (Museo, Facultad, Universidad,
Hospital del Clínicas y lugares accesorios) y en el tiempo
(desde antes de 1966 hasta después de 1966; antes de
marzo de 1973 y después de marzo de 1973; durante el último tiempo del gobierno militar y después del gobierno
militar; los días previos a la intervención y los días
inmediatamente posteriores a ella) condicionados no ya
por el Fatum o la Moira, sino en función de la situación
política,
presente o futura y en función del aprovechamiento
individual que de ella pudiera extraerse. Esta calificación
de individual, es un poco inexacta, porque casi
nunca los personajes actuaban (actúan) a ese nivel, sino
en nivel de grupos de dimensión variada, que a su vez se
insertan en movimientos, partidos, tendencias, agrupaciones,
o entidades semejantes. La politización, que no
era nueva en los claustros ni se inventó hace dos años,
se sobrepuso primero, contaminó luego e inficcionó después,
la cátedra y la enseñanza.
Siempre sostuvo el autor
(puede leerse en su manual de Introducción
a la Antropología)
que esa problemática debía tratarse seriamente,
a nivel de Cátedra, en la Universidad, que debía solucionarlos
y producir sus líderes. Claro que en cátedras
con nivel. Pero el fenómeno no se dió así. Esta aparente
disgresión, que no es tal como en seguida se verá, es
para que el lector no se sienta perturbado
porque ahora
volvamos atrás en el tiempo para referirnos a otro hecho
que tuvo su importancia: una reforma del Plan de Estudios
de la licenciatura en Ciencias Antropológicas.
Avanzado ya el año 1971 empezó a tomar cuerpo la
idea de una Reforma de Planes a nivel de la autoridad
departamental que integraban
los profesores Bórmida,
Cortazar y Difrieri, como una manera de acceder y canalizar
las inquietudes estudiantiles de una nueva
apertura,
en la especialidad, que se vió frustrada en 1966 según
hemos consignado ya, y que empezaba a tomar fuerzas
otra vez. El procedimiento utilizado para concretar la reforma
no reunió ninguna de las condiciones elementales
ni de forma ni de participación imprescindibles para
que contara con el aval de los interesados: profesores y
estudiantes. Elaboraron las autoridades un anteproyecto
inconsulto, que luego de integrado formalmente fue girado
individualmente a cada profesor para que este hiciera
su comentario, crítica o agregado, o enmienda, a título
personal, sin reunión ni diálogo y sin la menor garantía
de que su opinión sería respetada, total o parcialmente.
En este caso el autor respondió por escrito fijando su posición
contraria al procedimiento y a la concepción del
plan en sí; pero la gestión de reforma seguía su curso
via
Consejo Académico y así, a fines de 1972, casi en receso,
fue aprobada y entró en vigencia a partir de 1973, por
de pronto, con el cambio de nombre en las asignaturas
para la Inscripaión y las instrucciones para registrar los
programas a dictarse, de modo de ir gradualmente hacia
la vigencia total. No escapará al avisado lector que actos
como este y procedimientos tales, en los últimos días de
1972, no están, precisamente, al servicio de la Antropología
ni de su mejoramiento. Casi es innecesario anotar
que entre las primeras medidas de la intervención, estuvo
la de declarar caduco dicho plan, en junio de l973.
Producido el acto eleccionario de Marzo de 1973, se
inició con retardo el cuatrimestre y la politización estudiantil
iba in crescendo, aparentemente ahora todos bajo
el mismo signo. Empezarton a funcionar Mesas de Reconstrucción que iban “calentando” y preparando el ambiente
para después del 25 de Mayo, dia de la asunción
del mando del Gobierno Constitucional y su posterior
implementación en la Universidad. No es intención del
autor emitir juicios sobre tales mesas, porque no participó
de ellas y porque su quehacer específico no es la política,
lo que no significa que no haya tenido desde hace
mucho tiempo su posición tomada, que es conocida, no
de ahora. Lo que no significa tampoco que sea ajeno y
se desentienda de ella. Pero en su actuación profesional
ha tenido un solo compromiso: con la docencia, con la
Universidad, con la Nación, con la vocación de servicio
propia de su especialidad, no de servicio a la facción de
turno o de su mayordomo. Pero la mención de las Mesas
de Reconstrucción, en lo que a Antropología se refiere, sirve
simplemente para explicar acontecimientos, no explicados
si no es por lo que en ellas se trató, que precedió
y condicionó el desarrollo del segundo cuatrimestre. En
esas reuniones se juzgó, se criticó, se condenó la conducta
y la actuación profesional o personal, o se absolvió y
se encumbró, según los casos, a cuanta persona fue nombrada
en ellas. Por lo general se juzgó in absentia y sin
defensor, aunque fuera de oficio. El proceso en sñí no es
ni nuevo, ni original, ni nos asombra. Tampoco somos
tribunal para pronunciarnos sobre la licitud del procedimiento
ni sobre los cambios ideológicos producidos entre
el 9 y el 15 de marzo de 1973 en muchas, muchísimas
personas, con las que hemos estado en contacto desde
hace largos años, porque humanos somos... Sólo nos limitamos
a consignar un hecho que tuvo consecuencias
en la labor docente, según vamos a demostrar a continuación,
limitándonos mientras sea posible, a nuestra
especialidad. Pero no podemos dejar de señalar la arbitrariedad
y la injusticia con la que se procedió en todos
los casos.
Para ello, empezaremos con el curso de Prehistoria
del Viejo Mundo, que fue cuestionado como así también
la profesora a cargo, originándose por ello situaciones
enojosas, irritantes y arbitrarias que culminaron con el
alejamiento del profesor y su reemplazo. De este modo,
el curso se transformó totalmente en contenido y significación,
tergiversando por completo su finalidad y desvirtuando
su validez y ubicación en el plan de estudios
vigente, según pudo verse durante el segundo cuatrimestre
de 1973.
Este cuatrimestre (segundo de 1973} fue definido por
las autoridades
como “un cuatrimestre de transición” hacia una modificación gradual de forma tradicional de
encarar la enseñanza, tendiente a una mayor participación
activa da los estudiantes. Por esa razón, el autor, a
cargo del Curso de Prehistoria y Arqueología Americana,
propuso un programa y una serie de renovaciones
que ya habían sido probadas en Seminarios y Cursillos
por él dictados. La asignatura fue dictada del modo propuesto,
con resultados harto favorables, pero como nunca
hubo ni un reconocimiento ni la aprobación oficial del
sistema propuesto, no pasó de ser una experiencia útil
para los que en ella participaron, por cuanto hubo que
tomar exámenes y promover a la manera tradicional. El
Seminario de Arqueología, también a cargo del autor,
se dictó regularmente según el régimen utilizado desde
años atrás, que ya hemos glosado más arriba.
También el curso de Técnica de la Investigación sufrió cambios, porque fue encargado a otros colegas, debió dictarse fuera del Museo y no se dieron todas las condiciones
necesarias, lo que no afectó ni su significado ni
su contenido, que siguieron por los cauces ya marcados,
con excepción de la práctica de campo intensiva y la elaboración
teórica.
Contemporáneamente con el desarrollo del cuatrimestre
hubo cuestionamientos de la especialidad entre
ciertos grupos, no demasiado numerosos ni pertrechados,
de estudiantes y egresados, sin que faltaran algunos
profesores o ayudantes, que aspiraban a conseguir fines
semejantes a los que habían logrado con Prehistoria del
Viejo Mundo al finalizar el período lectivo anterior. Estos
movimientos —para llamarlos de algún modo— afloraron
en el Seminario
de Arqueología, con procedimientos
tan bajos y argumentos tan infantiles —mucho para leer,
exigencias de disciplina, llamadas al orden— que motivaron
para las autoridades una posición tan desairada
y poco respetable, que la cosa no pasó de ahí. La mención
de asunto tan desagradable no tiene otra finalidad
que la de poner de manifiesto cómo las ansias de cambio
y renovación eran aprovechadas por “los desconocidos
(¿o conocidos?) de siempre” en su propio beneficio o al
servicio de la facción a la que “sirven”, no al servicio de
la Universidad o de la especialidad en la que quieren
instruirse.
De un modo o de otro, la enseñanza se vió afectada
por las condiciones que imperaban. Pero mantuvimos
incólume el nivel de exigencia, de trabajo, de lecturas,
con resultado f’avorable, tanto que demostró que el sistema
que propusimos puede funcionar. Trabajo con toda
la cátedra, profesores, jefes y ayudantes, bajo la responsabilidad
y supervisión del profesor a cargo, que asistió a todas las clases que se dictaron y estuvo al tanto de
todo lo que se trató, sin excluir la actualidad que nos rodeaba
y el papel de la arqueología en la cultura y en el
futuro modo de plantear esos estudios. Las clases de los
jueves, con grupos de estudios fijados por el profesar,
que eran tratados en “mesa redonda” con su actuación
como director de debate, lograron eco notable entre el
alumnado
consciente. Los resultados de los exámenes
reflejan con claridad esta apreciación. Pero también ponen
en evidencia, comparando
con el número de inscriptos
inicialmente, que mucha gente equivocó o creyó que
el “cambio” o “renovación” y la “reconstrucción” era hablar
de política, de economía y de otras cosas, en lugar
de estudiar arqueología.
La investigación también fue afectada, aunque pueda
parecer que, como tarea especialísima qus es, está más
allá del diario acontecer y de los avatares políticos, según
el modelo que mucha gente estima como verdadero,
pero no es así. Por lo menos en nuestro
caso. La figura
mítica del investigador, divorciado de la realidad,
inmaculado
y puro, no vale para nosotros. No es la primera
vez que decimos —y por escrito— ni que explicamos
nuestra posición. Las circunstancias que se fueron acumulando
a partir de la Intervención motivaron una tensión
y una intranquilidad que perturbaron las condiciones
de trabajo, en cuanto las marchas y contramarchas,
decisiones
o indecisiones, medidas generales y medidas
ad personam, no
Favorecen precisamente una tarea de investigación ordenada
y planificada como la que teníamos en marcha.
Hablamos de la línea de investigación centrada alrededor
de la Cátedra de Prehistoria y Arqueología Americana,
con sede en el Museo. No se trata de la investigación
personal del profesor X, que trabaja por sí y para sí, con
los medios que tiene a su disposición, o que escribe trabajo
tras trabajo,
independientemente de su tarea docente
y de lo que pasa a su alrededor. Posición que respetamos
pero no compartimos porque entendemos
que debe
darse por superada esa suerte de egoismo porque lo es,
que caracteriza el estadio competitivo, tan caro a muchas
generaciones
y muchos contemporáneos y favorecen
además el culto de la personalidad, con grave mengua
para la tarea específica. Características que hablan bien
a las claras de lo que alguna vez llamamos “subdesarrollo” de la antropología y verdadera sumisión intelectual
al servicio de los modelos alóctonos.
Sí, en efecto, la investigación fue alterada en su ritmo.
Pero debemos declarar en descargo que todos nuestros
esfuerzos se concentraron en sacar adelante el Museo.
Los esfuerzos del autor, de sus colaboradores inmediatos
y del grupo de alumnos que se nuclean en derredor
de la Cátedra, se volcaron hacia la realización del
Inventario
de las Colecciones del Museo, tarea que quien
escribe estas páginas
aceptó con cabal conciencia de su
magnitud y de la responsabilidad que ello significa. Es
que nunca se había hecho un inventario de las existencias
reales, tal como lo exigen las leyes Contables de la
Nación y las más elementales normas de la Museología.
En eso estamos todavía, y salvo cambios no pensados,
seguiremos mucho tiempo.
Hacemos notar que la palabra
en sí, Inventario, no sugiere todo
lo que hubo que
hacer y estamos haciendo, desde limpiar estanterías,
lavar
materiales, identificarlos, restaurarlos cuando hubo
necesidad, ubicarlos, catalogarlos, ficharlos, moverlos,
hasta trasladarlos
y ordenarlos topográficamente. Ello
fue posible gracias a la colaboración espontánea de la
gente, que de un modo u otro estaba, y está vinculada
con la Cátedra de Arqueología. Mencionamos sólo esta
sección porque de ella estamos tratando en especial. No
es omisión ni menoscabo de las otras especialidades, que
están esperando
su cronista particular.
Esta tarea de Inventario se vincula con algo que no
podemoe dejar de mencionar, que se cumplió simultáneamente,
pero que no es exactamente la misma cosa.
Aunque fueron barajadas juntas y sirvieron
para recuperar
un poco la diluida imagen del Museo, la denominada
Reconstrucción del Museo tiene otro origen. El inventario
fue la primera disposición tomada por el interventor,
respondiendo a razones administrativas y técnicas, que
debió estar en manos de una persona idónea y capacitada
para ello, para regularizar una situación que venía de
origen, y de realización impostergable no sólo por esas
razones básicas, sino como ordenamiento de un repositorio
científico de primer orden para que pudiera ser
utilizado en toda su capacidad. La resolución de 18 de
junio de 1973 así lo ordenó. La Reconstrucción fue obra
de las autoridades regularizadas del Museo, Sres. Sala,
Depersia y Palermo, del personal estable de la Casa y de
colaboradores voluntarios salidos de entre los estudiantes,
que cumplieron una tarea encomiable. Tal como el
autor prefirió y prefiere denominarla, fue una verdadera
Restauración que abarcó desde los techos hasta carpintería
y pintura, incluida limpieza y desinfección, que no
es fácil valorarla a quien no vió como se desarrolló. Es
que el deterioro que páginas atrás dijimos que avanzaba
por pasillos y escaleras, estaba muy avanzado en el Museo.
El planteo y realización de una nueva exposición se
incluye también dentro de esta Reconstrucción y de ello
trataremos en el parágrafo
siguiente
Así como no se trata ni de buscar culpables ni chivos
emisarios
para el deterioro, sino que hay que salir de él,
como salimos en el Museo, no se trata tampoco de consignar
de quién fue tal idea,
quién propuso tal cosa, quién
le dio forma o quién hizo posible
tal otra, para la exposición
de Patagonia. Todos sabemos bien lo que hizo cada
cual. Los que lo hacían pensando en la Casa y los que lo
hicieron con finalidades diversas. Lo que importa es que
se hïzo. Pero esta reflexión que puede parecer reticente o
con aire de resentimiento no es tal. Simplemente anuncia
que pasado el primer
momento de entusiasmo y de
espontaneidad, aparecieron tímidamente
primero y con
virulencia después, el estadio oompetitivo, los personalismos,
las suspicacias y la clasificación de matices políticos,
sin que faltaran los celos profesionales y ensayos
para capitalizar una gran tarea. Es ïlustrativo al respecto
el folleto impreso, en el que con ropaje democrático,
igualitario, provisto por el orden alfabético, se uniformiza
totalmente la tarea cumplida.
Pero no fue tanto para
dar a conocer una tarea comunitaria cuanto para evitar
que fulano o zutano sobresaliera un poco más
que
los otros.
El germen de la división interna existía y creció rápidamente
porque se alimentó con falacias e interpretaciones
sectarias
algo muy simple y concreto: nadie
nace sabiendo, hay que estudiar,
leer y preguntar al que
sabe para manejarse en el depósito
de un Museo tan rico como el nuestro. Y hay gente que está muy apurada, que
olvida la humildad y quiere ascender con aceleración y
sin preparación, no importa si sobre los cadáveres de sus
compañeros y maestros. Y eso no condice con el estilo
de vida que estamos integrando en nuestra especialidad.
Nada de lo dicho en los últimos párrafos desmerece la
tarea cumplida ni el éxito que la acompañó. Precisamente
esta repercusión
fue lo que hizo surgïr los apetitos
internos y externos para darle contenido y significación
parcializada a algo que era sólo cumplir con el deber y
las obligaciones para la Casa que nos vió nacer. Valores
que en opinión de muchas personas son perimidos, pero
que no vacilan en vestirse con ellos cuando pueden serles
de alguna
utilidad para hacerse notar entre sus admiradores
y/o seguidores o cuando quieren demostrar a
sus amos que hacen cosas, o por simple espíritu egoista
y competitivo. Claro que estas actitudes están siempre
escudadas en palabras y frases hechas: pueblo, cultura
popular,
masa, revolución cultural, antiacadémico, etc.
etc. Es que el tejido maligno hace complicadas metástasis
que pueden resultar fatales
si no hay un diagnóstico
adecuado. El autor en este caso da su diagnóstico.
Se trabajó honradamente. El trabajo produjo réditos. La
enfermedad terrible se declaró cuando los réditos que
enriquecieron
a la Casa, empezaron a querer ser capitalizados
personalmente,
desde adentro y/o desde afuera.
Los acontecimientos de los últimos tiempos así lo demuestran
Y en ese año 1973 empezó a tomar cuerpo otra vez la
reforma del Plan de Estudios de nuestra carrera. El Interventor
y sus colaboradores
se encargaron de ello, previa
la resolución que dejó sin efecto la vigencia del Plan que
mencionamos más arriba. El procedimiento puesto en
práctica para la elaboración del nuevo plan no fue, precisamente,
ni democrático ni ortodoxo. El anteproyecto
original fue elaborado en petit comité, a puertas cerradas,
sin consultar a los profesores de la Casa. Además, ese
petit comité no era tan petit, en cuanto a esas reuniones o
deliberaciones, sean lo que hayan sido, concurría la gente
más dispar, con sólo un denominador
común: la gran
mayoría no conocía demasiado bien de qué se trataba.
Claro que hubo excepciones. Y algunas personas fueron
realmente honestas en su proceder. La sección de1
anteproyecto referida
a nuestra especialidad fue “negociada” en cuanto alguno de los participantes en el que
hemos denominado “petit comité” estaba haciendo su
noviciado en la especialidad, además de manejar información
y conocimiento como para que quienes tenían en
sus manos el poder de decisión —llamémoslo así— no
se desbocaran y aometieran
despropósitos tales como algunos
que se mencionaron. Tal el caso de la supresión
directa de la especialidad por su “falta de vinculación
con la realidad nacional y escapismo”, o directamente,
dejar que la Carrera toda fuera absorbida por Sociología
y afines. Afortunadamente o primó la cordura o cuestiones
tácticas y/o estratégicas
del momento hicieron que,
al fin, tomara forma un Anteproyecto.
E1 propósito de las autoridades de la Intervención era
proceder
directamente a ponerlo en vigencia, tal cual estaba.
Esta vez sí, primó la cordura, gracias a la iniciativa
de uno de los pocos profesionales conscientes que intervinieron
en las tramitaciones, el Lic. Hugo Ratier, a cargo
del Departamento de Ciencias Antropológicas. Así tuvimos oportunidad la mayor parte de los profesores
de la Casa, de conocer el anteproyecto, y fuimos invitados
a reunión de claustro para su comentario y estudio,
invitación que aceptamos los docentes de disciplinas arqueológicas,
con alguna excepción.
En la primera de las reuniones se plantearon algunas
cuestiones
formales, respecto de la oportunidad y/o licitud
del cambio de planes, de la capacidad de iniciativa
de la intervención para cambiar
planes y otros aspectos
que no iban precisamente al fondo de la cuestión, que
era la necesidad y urgencia de modificar un Plan de Estudios
que venía siendo cuestionado desde una década
atrás, inclusive por el autor, que lideró uno de los primeros
ensayos de cambio,
como hemos señalado páginas
atrás. La necesidad de la reforma se impuso, máxime
que los reparos argumentados estaban fuera de la esfera
de decisión de los allí presentes. Pero esto motivó que
se retiraran de la reunión algunos profesores, viéndonos
así privados de su valiosa opinión. Pero el proceso siguió adelante.
Justo es aclarar que en esas reuniones de claustro había
más de un asistente cuyo derecho a integrarlo era
más que discutible; que el nivel de información distaba
mucho de ser equivalente; que más de una intervención
olía a obsecuencia y servilismo; que más de uno de los
argumentos expuestos estaba viciado de origen al servicio
de tal sistema o tal ideología. Pero también es justo
declarar
que desde mucho atrás —para ser exactos,
desde principios de junio de 1966— que no había una
reunión abierta sobre el Plan de Estudios de Antropología
y que todos pudimos expresar nuestras ideas y fijar
nuestra posición. Claro, todos los que asumimos una posición
frente a la necesidad de reformar los planes. No es
tampoco
casualidad que a propuesta del autor, se constituyeran
Comisiones por especialidad para estudiar y
pronunciarse sobre el anteproyecto,
sugiriendo mejoras,
enmiendas y/o agregados. De este modo, el estudio del área arqueológica del anteproyecto quedó en manos de
quienes —por lo menos— hacía largos años que transitábamos
el camino: Lic. Osvaldo Chiri, Lic. Luis Orquera,
Prof. Juan M. Sueta y el autor, al que se sumó el Lic. Arturo
Sala, recientemente incorporado al cuerpo docente.
Los cambios, enmiendas o mejoras, son las que están.
vigentes hasta el momento en que se escriben estas líneas
(octubre de 1974). Puede observarse a través de la nómina
de asignaturas que integran la especialidad y su duración,
que la especialización en Arqueología
responde a
una línea clara y precisa: la profesionalización. También es la que mayor número de ellas tiene y con exigencias
acordes
con las necesidades que nos acosan. Una de las
reformas aprobadas
fue a nivel de Seminarios. El Anteproyecto
preveía dos anuales, de los cuales el alumno
elegía uno. Nosotros propusimos tres, cuatrimestrales,
de los cuales el alumno debía elegir dos. Así introdujimos
un Seminario de Conquista y Conflicto, destinado
a tratar la situación de contacto entre europeos e indígenas
mediante la utilización y aprovechamiento del
método etnohistórico, llenando de ese modo un hiatus
notorio, comprobable también en la Carrera de Historia,
que atenta contra el conocimiento de una verdad fundamental
para entender el proceso desde el siglo XVI en
adelante, como es la de la oontinuidad histórica. Así fue
aprobado.
Tampoco fue obra de la casualidad, que a propuesta
del autor, una vez terminado el estudio del anteproyecto
y con su forma final, se trataran en reunión especial convocada
al efecto, y se aprobaran,
una serie de normas generales
que fijaban el contenido de cada asignatura, para
evitar desbordes, parcializaciones o lateralizaciones,
que
surgen luego, como bien lo sabemos todos, por causas
diversas, que no es del caso analizar aquí pero que, de
un modo u otro, podían adivinarse por abajo del entusiasmo,
las buenas intenciones
y el amor por la Antropología.
Y el tiempo ¡menos de un año! no hizo más que
confirmar que pese a todas las normas y prevenciones,
no sólo hubo parcializaciones y lateralizaciones, sino
también desbordes y aun desviaciones. Pero cronistas
somos y no jueces, en este momento. Nuestra opinión,
escrita y publicada, puede
verse en la respuesta del autor
a una encuesta sobre la Antropología
tradicional
planteada por una publicación estudiantil en el mes de
julio de este año (1974) después de un cuatrimestre de
vigencia del nuevo plan.
Dos palabras más para terminar con este año de 1973 y
se refieren
al trabajo de campo cumplido por los estudiantes,
egresados y profesores vinculados a la Sección de Arqueología
del Museo Etnográfico.
Como ampliación del
Plan de Investigaciones en desarrollo y cumpliendo con
la necesidad de verificar las vinculaciones del Nordeste
con la porción oriental del Noroeste, se inició una nueva
excavación en las Sierras Centrales, en un yacimiento
estudiado
años atrás por dos de los integrantes de la
institución, los licenciados Luis Orquera y Arturo Sala.
Esta primera temporada noviembre-diciembre de 1973
fue seguida por otra en marzo de 1974 y una tercera en
agosto de este mismo año, con resultados harto favorables.
Pero ya estamos en 1974 y según manifestamos, no íbamos a tratar en especial de él. Están demasiado cerca
los acontecimientos
como para tratarlos con objetividad,
más si se ha tomado parte activa en ellos, aunque como
declaramos en la Introducción, esta pequeña historia no
sigue demasiado los cánones tradicionales.
Por esto es que finalizaremos con un acontecimiento
trascendental para la vida del Museo Etnográfico, que
no otra cosa fue la Exposición de Culturas Regionales
Argentinas, organizada con colecciones arqueológicas,
etnográficas y criollas de nuestros depósitos que acompañó la Exposición Industrial Argentina, en La Habana
(Cuba) en julio del corriente año (1974). La idea se originó allá por el mes de febrero en las autoridades de la
institución y fue acogida con beneplácito en el ámbito
de Relaciones Exteriores y por el empresariado argentino,
que entendieron que una exposición cultural de nivel
universitario era digno complemento de la otra que
exhibía
el potencial técnico de la nación. La organización
de una empresa
semejante sólo fue posible gracias a la
colaboración sin retaceos
de todo el personal del Museo
que contribuyó a la elección de materiales y a la preparación
de los elementos que acompañaron la muestra,
como mapas, croquis y material fotográifico con sus correspondientes
carteles. Por primera vez se proyectaba
al exterior la Institución Madre de la Antropología de
la Universidad de Buenos Aires. La repercusión de esta
exposición no pasó más allá de un reducido ámbito de
especialistas y de las autoridades máximas de la Universidad
que encabezadas por el Rector Normalizador visitaron
el Museo Etnográfico para observar las colecciones
y el proyecto de diagramación, explicado por el autor.
Muy otra fue la repercusión
en el lugar de destino. El
lector encontrará en el apéndice la documentación expresa:
primero, un texto explicativo de la muestra, con
las iniciales del autor, que lo redactara; segundo, copia
del informe elevado oportunamente a la Decana de la
Facultad de Filosofía
y Letras a los pocos días de nuestro
regreso.
Finaliza aquí la primera parte de este trabajo cuyo
contenido y exposición sirven, en la opinión del autor,
para captar el devenir de la enseñanza y la investigación
de la Arqueología en el Museo Etnográfico, que explica
a su vez, las particularísimas circunstancias en las que
se ha ido cumpliendo, y ayuda a ubicarlas en un contexto
más amplio y preciso, permitiendo a la vez aquilatar
la situación presente. La documentación anexa en
el apéndice, en especial el informe pedido al autor por
el Interventor en el área antropología,
son testimonio de
primer agua, no sólo para apreciar a nivel institucional
y personal cuáles fueron los procedimientos utilizados
a
nivel académico y administrativo en todo lo referente a
la especialidad, sino también para calibrar en dimensión
adecuada cual es el espíritu de la Arqueología que se enseña
y se investiga en esta Casa, por lo menos en la que
está bajo la responsabilidad del autor desde 1961, canalizada
a través de la Cátedra de Prehistoria y Arqueología
Americana, la Cátedra de Técnica de la Investigación
que dictara entre 1970 y 1972, más los seminarios y cursillos
que dictara desde la creación de la Carrera en 1959.
Fecha de recepción del original: 11/10/2011.
Fecha de aceptación para publicación: 16/12/2011.
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